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Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de El Revisionista, Series de antología, y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.
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jueves, 6 de febrero de 2020

Zelig, de Allen, es la obra maestra... y fascinante de un género novedoso.

Woody allen logra una factura prodigiosa para contar la historia de un curioso e insustancial camaleón humano.




Por Andrés Di Tella

Si "Zelig" es una obra maestra, como parece haber dictaminado la crítica norteamericana (llegó a hablarse de un nuevo "El Ciudadano"), se puede precisar que es una obra maestra, pero en su género. También se puede decir, haciéndose eco del espíritu de la película, que es un acabado ejemplar de un género inexistente.

Woody Allen tuvo una idea vertiginosa, original, como algunas de las que a veces asoman en sus libros (la de "Zelig" tiene algún parentesco con la de "El episodio Kuggelmass", de su ultimo libro, donde un judío neoyorquino contemporáneo se infiltra en las paginas de una novela francesa del siglo diecinueve, conquistando a la heroína y desconcertando a centenares de profesores de literatura. "Los clásicos se renuevan con cada lectura", concluye uno de ellos.)




Esa idea Allen la trabajó maniaticamente, durante casi tres años, hasta la perfección. El mayor acierto del realizador consiste en la felicidad con que la idea de la película se confunde con su forma. La paradoja, o una de las paradojas de "Zelig", acaso esté en que la técnica puesta al servicio de la forma es tan compleja (y admirable), que tiende a relegar en importancia la elaboración de la idea. "Zelig" es una película única, brillante, y enormemente seductora, pero su visión puede dejar una curiosa sensacion de insustancialidad. Bueno: la insustancialidad es, por cierto, su tema.

Leonard Zelig (Allen) es un ser carente de entidad propia: deseoso de ser aceptado y amado por los demás, adopta las características mentales y físicas de quienes se le aproximan. En los noveleros años 20, época en que personalidades casi tan extravagantes como la suya inflamaban la imanación del público, Zelig se convierte en una celebridad. La película de Allen es un pastiche meticuloso de un documental sobre este "Camaleón humano", combinando material de archivo autentico con "material de archivo" fabricado y planos trucados, en los cuales el ficticio Zelig comparte la pantalla con figuras públicas reales de la época.




La identidad de Zelig está dada por la misma cancelación de su personalidad, y es eso lo que lo hace interesante. "Zelig" se construye sobre la cancelación (o al menos, la subordinación) de la personalidad de su realizador e intérprete. Allen interpreta a Zelig con gran humildad, prestando su máscara y renunciando mayormente a su papel habitual de bufón genial. También hay una renuncia estética en la deliberada pobreza de las imágenes seudodocumentales. Lo cierto es que sólo se puede renunciar a algo cuando se está en condiciones de hacerlo y, a esta altura, Allen es alguien que confía plenamente en sus recursos.

La sensación de insustancialidad quizás se deba, entonces, a esa presencia casi ausente del protagonista, y al distanciamiento que impone la forma documental. (Pero acaso se pueda decir lo mismo de su enorme gracia y de su misterio.) De haberse aproximado mucho más al hombre Zelig, la carga de patetismo hubiera sido excesiva para una comedia.

Toda la película ha sido concebida en términos de la imagen cinematográfica, y por extensión, al evocar el impacto social que causaba la imagen cinematográfica en los años 20, en términos de la iconografía de los medio masivos de comunicación. La presencia escandalosa del polizonte Zelig, inmiscuido en la realidad documentada de los años 20 y 30, subvierte la certidumbre histórica y la confianza pública depositadas en los registros audiovisuales del pasado. Leonard Zelig nunca existió, y sin embargo, existe un documental que atestigua su paso por los Estados Unidos de medio siglo atrás.




 "Zelig" es en esencia un chiste. Pero también se presenta como una parábola a la manera de Kafka o Melville, donde la extraña enfermedad de un hombre se vuelve un símbolo de la condición humana. La fábula tiene sus exégetas incorporados. En entrevistas actuales, varios especialistas, como Susan Sontag, Bruno Bettelheim, Irving Howe y Saul Bellow, aportan sus interpretaciones del fenómeno Zelig, así, con humor e ironía, la película engendra su propia rreflexión y su comentario: el deseo de Zelig de confundirse en el otro, ¿no es la expresión más acabada del conformismo? El conformismo social, ¿no conduce en última instancia al fascismo? (Zelig se suma a las filas del nazismo.)

Tambien cabe otra clave interpretativa, constante en los últimos trabajos de Allen, la autobiografica. ¿No es posible ver en "Zelig" la historia del artista que siempre optó por esconderse detras de las parodias de diversos generos o detras del estilo de otros realizadores? En todo caso, la carrera de Zelig, tal como la resume uno de los especialistas hacia el final, no carece de paralelos con la de su creador: "El tenía ese talento extraño, que hizo que la gente lo amara. Despues, la gente dejó de amarlo, hasta que les ofrecio esa última acrobacia y volvio a ser un heroe".




"Zelig" es una acrobacia genial, ¿Es una obra maestra? Es, de cualquier manera, una pelicula que hay que ver.


Fuente: Diario Tiempo Argentino, Suplemento Platea, Viernes 22 de junio de 1984.



jueves, 12 de diciembre de 2019

Los directores...

Coppola, Allen y Scorsese

La estrella: Nueva York


Por Anibal Vinelli

Como idea cinematográfica e industrial el éxito está asegurado en la acumulación de talentos, sobre todo si estos, inevitablemente artísticos y por tanto inestables y contestatarios, no tienen que compartir el común estudio de filmación. Los nombres son -verdadera constelación- los de Woody Allen, Francis Ford Coppola y Martín Scorsese, reunidos y separados en una misma película, los tres episodios de "New York Stories" que ya han comenzado a rodarse en Manhattan (recordemos que la nota es de 1988) y que tendrían su estreno mundial en esa ciudad a fines del corriente año.


Caricatura de Pratico.


No los une el estilo filmico y esa es casi la única divergencia: entre las similitudes han de apuntarse que los tres aman a Manhattan aunque como el resto de su población ninguno haya nacido allí, el hecho de que varias de sus mejores películas transcurren en la Manzana Dorada, la contemporaneidad biológica y una pasión por el cine que se ha proyectado más allá del oficio de realizador.

Por estricto orden alfabético, para evitar problemas de cartel, siguiendo el orden del rodaje, inicialmente habrá que mencionarlos por separado. Woody Allen (Brooklyn, Nueva York), es el más obsesivamente neoyorquino con obras como "Dos extraños amantes, Manhattan, Hannah y sus hermanas, Días de radio y Septiembre". Sus aficiones son tan obsesivas y monotematicas como su personalidad, siempre el cine, por ejemplo en su lucha permanente para resguardar sus films de los temibles televisión y video, inclusive al punto de supervisar personalmente la emisión o el procesado, cuando, agotada su carrera en las salas, pasan a los otros medios.

Francis Ford Coppola (Detroit, Michigan) de "El padrino I y II" -todavía sus opus máximos- es el gran jugador de la pantalla, fue multimillonario hasta que "One from the heart" (Corazonada, se llamaría en el supuesto caso de que se estrenara en la Argentina, cosa que no sucedió) lo dejó en la ruina. Eso y aventuras inolvidables para experiencias ajenas, como la sonorización de "Napoleón" de Abel Gance o el auspicio para las presentaciones  norteamericanas de Akira Kurosawa, títulos del cine polaco y o de Ingmar Bergman.


Y Martín Scorsese (Flushing, Nueva York) de "Calles peligrosas, Taxi Driver, New York New York y esa Después de hora" que es un monumento a la paranoia urbana, es el líder del gran movimiento que intenta preservar los clásicos del cine, que insiste en la defensa de sus tonalidades originales y que combate como pocos el sacrilegio de la colorización que por unos pocos dólares más ha teñido a "El halcón maltés" o a los cortos de Laurel y Hardy en el video.

En algún momento de su carrera los tres, sin previo acuerdo, por separado, confesaron su ambición por filmar a ese inolvidable retratista de Nueva York -a la que llamó acertadamente "Bagdad sobre el Hudson"- del cuentista O'Henry. En cierta forma, a su manera lo harán, aunque el autor de "Los 4 millones y La última hoja" no figure en el proyecto.

Woody Allen, Francis Ford Coppola y Martín Scorsese se han unido para dirigir un film de tres episodios que será filmado por Buena Vista (el brazo adulto de la corporación Walt Disney) y a estrenarse a fines de 1988 o principios del año siguiente.

Titulado tentativamente "New York Stories (Historias de Nueva York), consiste en segmentos de 30 o 40 minutos cada uno ambientado en la época actual. El colaborador permanente de Allen, Robert Greenhut producirá el conjunto con el apoyo de Rollins-Joffe Productions; Fred Roos y Fred Fuchs lo hacen para Coppola y Barbara De Fina para Scorsese.

El primero que ya se colocó detrás de las cámaras, desde el 4 de abril, ha sido Allen, con el cotizado Sven Nykvist como fotógrafo, y una presencia peculiar delante del objetivo, el alcalde de Nueva York, Ed Koch. El resto, como en cualquier film de Allen, es secreto. O casi.

 Coppola, que es coautor con su hija Sofía, estudia el elenco y rodará desde junio (de 1988). Richard Price, guionista de "El color del dinero", lo será también para el segmento de Scorsese, con fecha de inicio en agosto. Nestor Almendros ha de oficiar como fotógrafo mientras Coppola aun no eligió el suyo. El tiempo de rodaje estimado para cada capitulo ronda las 4 o 5 semanas.



El productor Greenhut explicó que la génesis del operativo hay que detectarla en las discusiones que sostuvo con Allen durante varios años. "Woody siempre volvía a la carga diciendome que tenia ideas muy prometedoras, pero que no soportarían por si solas la expansión a un largometraje. No tenia espacio para ellas, así que las dejaba en la congeladora. Lo hablamos, inclusive empezamos a imaginar que directores podían sumarse, consideramos inclusive a famosos nombres del extranjero, pero los descartamos por un criterio artístico que ya era de por sí demasiado disímil como para, encima, sumarle el de la multinacionalidad. Woody insistió en que fuesen tres episodios con directores totalmente distintos en su estilo y sin otra relación entre sí que no fuese la misma ciudad".

Al aproximarse a Coppola y Scorsese, Greenhut les aseguró "control total y sin interferencias", pidiendo, en cambio, solamente -y no es poco- "algo que me enorgullezca, como un film de Francis Ford Coppola o uno de Martín Scorsese".

La idea de Nueva York en episodios no es nueva, ya estaba, por ejemplo, en parte de "Lágrimas y risas" (1952), con directores y elencos distintos, sobre el inevitable O'Henry y donde paradojicamente el mejor segmento no era el neoyorquino, sino el que transcurría en un villorrio del oeste. Hablamos de "El rescate del jefe Rojo" que, dicho sea de paso, años después inspiraría a la excelente "Por fin me la quité de encima".

Y tan buena es la idea, que Allen-Coppola-Scorsese deberán apurarse para no perder la primicia. Desde hace un años el productor Scott Rudin está desarrollando para la 20th Century Fox un proyecto similar, "Tales of Manhattan" (Cuentos de Manhattan), con la idea de que lo realicen Jonathan Demme, Susan Seidelmann, Jim Jarmusch y otros directores que tienen su base en esa siempre estimulante Nueva York.


Extraído de Diario Clarín, suplemento Espectáculos, jueves 30 de junio de 1988

lunes, 4 de noviembre de 2019

Risas y más risas, 25

Extraído de Woody Allen 1
Un libro de humor
Editorial Nueva imagen, 1980




Woody o la risa que ayuda a olvidar.

Otro film de uno de los cómicos más exitosos del cine actual

En "Amor y muerte" (La última noche de Boris Grushenko) Woody Allen decía, mientras esperaba ser fusilado: "Todos los hombre mueren cuando llega su hora, pero yo soy diferente: tenían que fusilarme a las cinco pero moriré a las seis. Conseguí un buen abogado." En "El testaferro", por primera vez, el sofisticado Allen interpretará un papel que tras la sátira esconde un drama: el de un cajero de un bar que acepta dar su nombre como seudónimo para tres escritores de TV, incluidos en las "listas negras" del senador Joseph McCarthy.





 El testaferro, por primera vez, tratará de historiar uno de los periodos más discutidos en el mundo del espectáculo norteamericano. Entre 1947 y 1953 se estableció el llamado Comité de Actividades Antinorteamericanas, que presidia el senador Joseph McCarthy. Se inició entonces una "caza de brujas" que pasó a la historia americana con el nombre de "macartismo". Como acaba de decir Ernesto Sábato en sus Diálogos con Borges ("Cada vez que los teóricos invocan al hombre con H mayuscula hay que ponerse a temblar: o guillotinan a miles de hombres con minúscula, o los torturan en campos de concentración") el macartismo purgó el espectáculo como Robespierre a los girondinos. Para entender la democracia se cortó la cabeza a cientos de personas que hoy, a la distancia, ya reivindicadas, parece absurdo haberlas acusado de antinorteamericanas: Charles Chaplin, Arthur Miller (su obra "Las brujas de Salem" fue una acusación simbólica, apenas disimulada, al macartismo), John Garfield (cuya muerte sigue estando rodeada de misteriosos interrogantes), Aaron Copland, Lena Horne, Martín Ritt, Walter Bernstein y muchos más.

Precisamente Martin Ritt y Walter Bernstein son el director y el guionista de "El testaferro", y la
emprenden con el famoso Comité como ni siquiera Chaplin, en "Un rey en Nueva York" -filmada en el exilio de Suiza e Inglaterra- osó arremeter. Claro que los años pasan... y es más fácil ser valiente veinte años después.

Esto es lo que opina Woody Allen, quien resuelve ser decididamente cobarde: será un buen americano que tareará el himno nacional mientras agita los tragos que prepara en su coqueto bar. Pero, como él dice, "Los negocios son los negocios, y yo era judío antes que McCarthy fuera americano", y acepta dar su nombre a cambio del 10 % de las ganancias que obtengan tres famosos libretistas de TV que han sido prohibidos por sus actividades antidemocraticas (uno de ellos es el mismo Bernstein, autor de la idea, y el otro, aunque figura en la película con otro nombre, se supone que es Paddy Chayevsky, el famoso libretista, autor de "El décimo hombre". La tragedia del pobre cajero del bar, que como buen americano quiere ganar dinero, es que lo gana, y gana además una fama postiza que lo atormenta: "Porque si yo soy ellos y ello soy yo, yo soy bígamo varias veces. Además pediré el divorcio: Sally me engaña con yo, que soy ellos".

El humor genial de Woody Allen -un humor por el absurdo, al estilo del de Groucho Marx- tiene amplia posibilidad de explayarse en "El testaferro". "El sexo sin amor es una experiencia sin sentido, pero entre las experiencias sin sentido es la mejor", suele decir. Pero "El testaferro" no es un film cómico , 1953 -el año de la película es la época de Eisenhower, de Christine Jorgensen, de Joe Di Maggio, de los Rosenberg, de Corea. Los escritores de cine o TV que figuran en las "listas negras" inventaron su "frente secreto" y buscaban gente que por diez por ciento del pago prestaban su nombre para que los guiones pasaran la veda. Los acompañantes de Allen, Zero Mostel y Lloyd Gough, también figuraron en aquellas listas. De modo que, mitad en broma pero mucho más en serio, todos reviven  su propio drama.

Martin Ritt, actor, interdicto en 1951, entró a dirigir en el Actor's Studio; su primera película, "Cerco en la ciudad", es de 1957, Walter Bernstein, colaborador de "The New Yorker", guionista en 1940 de "Todos los hombre del rey", muy conocido en TV, fue prohibido en 1950 y tuvo que vender su producción a través de "El testaferro", Zero Mostel, un pintor convertido en comediante, apareció en "Pánico en las calles", de Elia Kazan, en 1950, y puesto en la "lista negra" tardó siete años en volver a Broadway con "Las noches de Ulises" y en lograr, en 1960, su gran éxito de "Rinoceronte", la obra de Eugene Ionesco sobre los colaboracionistas franceses durante la ocupación nazi.

Walter Bernstein, en una entrevista publicada en "The New York Time", declaró: "El punto dificil en "El testaferro" es que aunque hay muchas situaciones cómicas en la película, básicamente es un film serio, un cuento moral. Zero Mostel hace un papel muy emotivo, nada cómico, y Woody Allen aparece despojado de todos sus guiños, con pocas lineas verdaderamente cómicas". Sin embargo, la gracia de Allen supera el propósito del guionista: "Mejor reirse de todo aquello, ridiculizarlo, para que no vuelva a ocurrir". La situación cómica está dada porque el cajero del bar es iletrado, pero cuando logra la fama firmando libretos de otros, debe intervenir en debates de TV con gente notable y aceptar las citas de sus libros que le hace una despampanante secretaria. enamorada de él. "A pesar de esto", insiste Martin Ritt, "afirmo enfaticamente que no se trata de una comedia al estilo Mostel-Allen".

 
Extraído del Diario Clarín, domingo 7 de noviembre de 1976.


prenden con el

lunes, 15 de julio de 2019

Ironías y absurdo para las peripecias de un antihéroe.

Napoleón y Tolstoi en manos del desopilante Woody Allen.






Escribe Agustín Mahieu

Uno de los peros que suelen esgrimirse contra el excelente cómico Woody Allen es que sus ideas -y consecuentemente sus historias cinematográficas- son brillantes pero sueltas, sin un desarrollo que podría darles unidad y mayor fuerza. Este carácter episódico permanece en "La última noche de Boris Gruschenko" (poco feliz traducción del original Love and Death, "Amor y muerte") pero no lo afecta demasiado. Tal vez porque sus gags y sus escenas son casi siempre notables; pero también porque esta vez su relato consigue una efectiva progresión imaginativa.

Ubicada en la época de la invasión napoleónica a Rusia, la historia del pacifico, esmirriado y filosófico Boris Gruschenko es una parodica y muy libre evocación de "La guerra y la paz", de Tolstoi. Tratándose de Woody Allen, naturalmente, su visión es bastante distinta. Curiosamente coinciden en un punto: las guerras son episodios históricamente enigmáticos, cuyo desarrollo es tan confuso como para despistar a mariscales y soldados y arrastrar a sus personajes a situaciones imprevisibles.





Como el fuerte de Woody Allen es la sátira y el absurdo impasible, el centro de la historia es la odisea de Boris, que parte a la guerra y trata por todos los medios de escapar, incluso escondiéndose en un cañón. Este peligroso refugio lo convierte en héroe por casualidad, cargado de condecoraciones. Este episodio no cambia su carácter. pero lo arrastra a una loca conjura (imaginada por su prima Sonia) para asesinar a Napoleón.

La conspiración fracasa, envuelta, en delirantes circunstancias, y Boris es condenado a muerte. Más allá de este hilo argumental, importa como siempre el personaje absorbente de Woody Allen, serio, apocado, desatado a veces como Harpo Marx en súbitas explosiones de erotismo. Pero como otro de los famosos hermanos, Groucho (al cual se ha dicho que este film contiene un homenaje), muchas de sus características se transmiten en una pirotecnia verbal. Son monólogos o diálogos incesantes, como las increíbles conversaciónes filosóficas con su prima Sonia, que mezclan con aparente solemnidad frases de Hegel, Kant, o ensaladas desopilantes de la terminologia existencial o estructuralista.





Reaparece en su nuevo personaje, asimismo, el humor judío, la obsesión por el sexo, la constante autoironia respecto de su físico desventajoso, o su timidez convertida en sarcasmo de la cobardía. Es, al fin, una figura completa y sutil, de un humor personalísimo, a veces irregular y desordenado, pero siempre brillante.

Sin convertirse nunca en un "pastiche", la historia patética y mordaz de Boris acude a ciertas citas artísticas y literarias ("homenajes", se ha dicho) que se revelan en diálogos alusivos a Dostoievsky, recuerden al Eisenstein de "Alexander Nevsky" mediante el uso constante de la música escrita para ese film por Prokofieff, o reflejan actitudes que transforman en clave satírica el mundo de Tolstoi o Chejov.



La ambientación, las ironías sobre el amor por su prima Sonia (que lo "quiere como un hermano") y la vasta reflexión sobre la guerra y sus absurdos, que incluye una insólita presencia de la muerte, hacen que esta obra de Woody Allen pueda considerarse mucho más ambiciosa que las anteriores. Sus alegorías (la muerte, la paz, el sexo, la antisolemnidad) son más elaboradas y sutiles. Pero su seriedad escondida no excluye la diversión y, el humor, más ácido cuando más revela la habitual locura de los hombre serios.


Fuente: Diario La Opinión, martes 24 de febrero de 1976.

lunes, 5 de noviembre de 2018

Tócalo otra vez, Woody.

Un comediante en escena.

Cómico es el hombre que hace la comedia, ésta puede tanto deparar risas como emociones más complejas. Woody Allen, el quisquilloso duende de Manhattan, es además muy capaz de instalarse en el género difícil de la poesía urbana, donde la vulgaridad y el equivoco son, en intentos de menor fortuna, insuperables enemigos. Cuando el próximo jueves se estrene en Buenos Aires su último film, "Broadway Danny Rose", (La nota es de Diciembre de 1984) habrá un motivo más para apreciar su talento. La nota que sigue no anticipa esa película; trata, en cambio, de recuperar, en síntesis, aspectos de la vida de Woody Allen.

Por Rodolfo Rabanal




El pasado sábado 1 de Diciembre, Woody Allen cumplió cuarenta y nueve años (en 1984) sin estrepitosas celebraciones ni más congojas que las habituales. Casado -es una manera de decir- con la etérea Mia Farrow desde hace unos tres años, los dos han convenido en conservar sus propias guaridas de soltería con el objeto de ahorrarle a la cotidianeidad su hostil tendencia corrosiva. Por lo demás, Mia Farrow se ha hecho de una familia adoptiva de siete hijos, la que se complementa con un número no desdeñable de pájaros, dos gatos, una pareja de perros y hasta un loro.  

Según Woody Allen, Mia posee un instinto maternal hiperbólico, exacerbado por un despliegue de energía natural imprevisible en una mujer de cara tan flaca. Pero es en la arrolladora amplitud de ese instinto que él, desvalido chico judío de Brooklyn inscribe de contrabando la intrincada maraña de sus afectos. Infinidad de veces ha dicho a sus amigos, y a quienes lo han entrevistado últimamente, que si bien adora a los niños –la mayor parte de ellos huérfanos vietnamitas- no consigue entenderse con los bichos. Su relación con los animales es compleja y marcadamente negativa, del mismo modo que lo es su imposible amistad con la naturaleza, con la que evita en lo posible todo trato: “Una casa en el campo –declaró hace poco- sería mi tumba”. La esfera de sus fobias alcanza a los viajes, que elude como si fuera un gato. Las últimas vacaciones importantes que se tomó datan de fines de 1979, cuando después de largos conciliábulos con un analista de apoyo (ha dejado al de cabecera después de quince años de terapia), tomó la decisión extrema de cruzar el Atlántico para visitar París. En la ocasión, advirtió a sus amigos que permanecería allí una semana previendo fuertes ataques de nostalgia por Nueva York. Alcanzó a soportar su extranjeridad veinte días, lo cual muchos entendieron como un saludable exceso y acaso el umbral de un cambio en la mísera red de pequeños males y recurrentes manías que fatigan su espíritu.

Vino de todos modos hablando maravillas de París, pero cuando tocó Manhattan poco faltó para que se echara de bruces, a la manera del Papa Juan Pablo, para besar tierra. Decir que Woody Allen ama Nueva York sería una cómoda e imperfecta simplificación. Un devoto teñido de fanatismo es más, que un amante. De esta última condición guarda sin embargo la prerrogativa del odio, el ácido discurso de la crítica y la fidelidad supina.




La fealdad como seducción

El verdadero nombre de Woody Allen evoca el gusto plebeyo de una lata de cerveza: Konigsberg. Allan Stewart Konigsberg. Alumno errático en el secundario, rabonero, empezó a escribir chistes para la televisión cuando tenía dieciséis años. A los pocos meses ganaba más plata que su padre, un hombre orquesta marcado por la depresión de los años 30. Embutido en jeans, luciendo camisetas violetas y camperas gastadas, el joven y pecoso Konigsberg cruzo el puente de Brooklyn y se instaló para siempre entre las torres de Manhattan.  Dueño por naturaleza de una fachada anodina y destinado, por diseño corporal e indefinidos contornos fisiognómicas, al mostrador alcanforado de una farmacia de barrio, este improbable rey de la cerveza en lata remontó, sin embargo, esas desgracias hasta la cumbre que lo convirtió en Woody Allen, Con lo cual pudo, al menos, demostrar dos cosas. La primera, que la fatalidad es menos consecuencia irremediable del destino que de su aceptación pasiva. Y la segunda, que la propuesta fanfarrona, y bastante atroz, de Charles Atlas –el alfeñique que devino coloso- puede ser un modelo eficaz, inclusive si se deja de lado la desopilante cuestión de los músculos.

Maravillosamente dotado para la réplica ingeniosa, Woody Allen supo desde el principio montar su artillería en el viejo y sólido bastión del chiste callejero norteamericano, una especialidad con antecedentes tan notables como el de Bob Hope, entre otras notoriedades menos famosas, a la que agregó la pimienta metafísica del chiste judío. Con esta carga básicamente verbal, atacó Broadway, minó la televisión, fatigó los teatros de varieté y accedió, por fin, al reino luciferino del cine.

Y es en el cine, una pasión que lo abarca sin fisuras de escape, donde aparece la seducción del feo, la rica gama del cómico que, al balancear su experiencia entre la tradición de Chaplin y Buster Keaton, elige la cruzada romántica del primero, para la cual su feroz melancolía de siempre lo había venido preparando como la novia ante la noche de boda.

Días pasados, la periodista Catherine David de “Le Nouvel Observateur”, lo entrevisto en su dúplex de la Quinta Avenida cuando se encontraba aplicando las últimas puntadas a su película “La rosa purpura de El Cairo” (The purple rose of Cairo). Allen contó a la David que la risa es siempre irremediable, aunque hay cosas que le interesan bastante más, y esas cosas son las emociones y las ideas que lo anegan cuando ve “Ladrones de bicicletas” o “La gran ilusión”.

En ese mismo reportaje explicó que en el principio de su carrera y todo a lo largo de los años 60, él hacia películas con la sola ambición de hacer reír. Pero más tarde, en el momento de actuar en aquella encantadora comedia que se llamó “Sueños de seductor” (Play it again, Sam) y, definitivamente, a partir de “Dos extraños amantes” (Annie Hall) –deslumbrante actuación de la actriz Diane Keaton- el pequeño genio feúcho e hipocondriaco libera el elemento erótico y perdidamente romántico que hará las delicias de cientos de miles de espectadores en todo el mundo.

Dicen que el éxito consiste en provocar en los otros reflejos de identidad imprevistos, develando sueños y tramas imaginarias que laten en cada uno como una potencia básica, pero que no encuentran fácil expresión hasta que el artista los suscita. La fórmula de Woody Allen se probó arrasadora: su personaje –él mismo, a fin de cuentas- evoca al perdedor que hay todos nosotros, y es este loser que pasa a la escena bajo los focos de la fama quien, si bien perderá la banca, ganará seguramente a la muchacha. Pero el detalle diferente, aquello que hace que su peripecia sea perversamente moderna y seductora según los trajinados cánones de nuestros días, es que el pequeño héroe es un intelectual desfalleciente de pequeñas mentiras y abrumado por el peso de su conciencia. No ignora que es un fracaso, un raté, y sin embargo no deja de bregar por un objetivo que sabe frágil, sobre todo efímero, y al mismo tiempo irremplazable. Exactamente como él mismo.

Tres imágenes de Broadway Danny Rose

Pizza y Neurosis

Hace unos años, cuando terminaba de estrenarse “Manhattan” y la fresca adolescente Mariel Hemingway lo flechó de lado a lado, al menos por un tiempo. Woody Allen confesó a un redactor de la revista “Time” que la muerte era la obsesión que estaba detrás de todo lo que hacía, de todo lo que sentía. “Mis verdaderas preocupaciones –dijo esa vez- son religiosas, ya que tienen que ver con el sentido de la vida y con la futilidad de obtener la inmortalidad gracias al arte”.

Añadió también que lo aquejaba el hecho de no saber qué hacer para llevar una vida decente en medio de “la arrasadora porquería que constituye la cultura moderna: todo cuanto quiero es no liquidar mi vida por dos centavos, no estropearme como se estropea la gente a mi alrededor, pero, en el fondo ¿Cómo saber si no estamos ya definitivamente estropeados?”.

Para defenderse en parte de estos estragos se confía al arte, al propio y al ajeno. Más de una vez ha dicho, y lo repite en el final de la película “Manhattan”, que la vida vale la pena por un número limitado de cosas estimulantes. La lista va del segundo movimiento de la Sinfonía Júpiter, de Mozart, hasta todo el cine de Bergman, pasando por las naturalezas muertas de Cézanne, dos piezas magistrales de Louis Armstrong y el libro “La educación sentimental”, de Flaubert.

Sus amigos más próximos, con los que cena invariablemente en Elaine’s, un simpático rincón del East End que él mismo puso de moda, han hecho saber que estas preferencias y algunas otras, excepcionalmente más vulgares y sencillas, son en Woody Allen los límites fóbicos en los que se mueve su universo de simpatías. Su colaborador, co-guionista y amigo, Marshall Brickman, denuncia la preferencia absurda e invariable que Woody Allen tiene por la pizza de mozzarella simple: “Para mí –contó a Time- nada mejor que una pizza completa, con ajo, morrones y orégano, de modo que cada vez que ordenamos nuestras respectivas porciones yo siento que él, con su pedido, señala ásperamente mi exceso. Inclusive es posible que haga un gesto despectivo”. Según Brickman, Allen sostiene que la simple pizza de mozzarella tiene el valor de los gustos clásicos: “Me encamino –le ha dicho- hacia una escritura cinematográfica tan clásica como la misma pizza”.

Brickman considera que estas excentricidades no lo son en absoluto: Allen podría, por ejemplo, disponer de un guardarropa abundante y suntuoso –tiene dinero suficiente como para hacerlo-, pero ha optado por todo lo contrario: en sus cajones se eternizan las mismas camisas escocesas de siempre, los sacos y camperas gastados, los jeans abultados en las rodillas y las zapatillas de tenis.
El mismo ha dicho en no pocas oportunidades que uno de los rasgos de este tiempo es lanzarse a las novedades de cualquier tipo debido a una autentica incapacidad para disfrutar de las cosas. Se sabe que el título original de “Annie Hall” era “Anhedonia”, un término psicoanalítico que significa “incapaz de experimentar placer”.
Allen encuentra, en todo caso, algún sustituto de ese bien esquivo denunciando lo que él denomina “la basura cultural que nos rodea y aplasta” y tratando, denodadamente, de exaltar en medio de ella a las figuras desvalidas que somos, a la larga, cada uno de nosotros. Ese acto –secretamente heroico- gratifica a cientos de miles de personas, volviéndolas acaso capaces de experimentar placer. No mucho más puede exigírsele a un verdadero artista.



Fuente: Revista El periodista de Buenos Aires, número 14, 15 al 21 de Septiembre de 1984.




lunes, 22 de agosto de 2016

Por Woody Allen.


Sigo fantaseando con los millones de historias interesantes que ocurren en esos departamentos de la Quinta Avenida y en las casas con frente de ladrillo de Bank Street o Central Park West. Es algo tan vibrante que nunca he sentido merma alguna en la intensidad de la ciudad.
 
 
 
 

Siempre me arrepentí de haber nacido después de los años 20 y los 30, porque una vez iniciada la guerra, Nueva York empezó a degenerarse. Muchos lugares cerraron, la ciudad empezó a inundarse lentamente de gigantescas dificultades en el pago de los servicios sociales; los problemas de delincuencia crecieron como hongos; la televisión indujo a la gente a quedarse en casa y la ciudad perdió la vitalidad que solía tener cuando había tantos shows de Broadway y clubes nocturnos a donde ir.
 
Cuando era cómico de clubs iba al Blue Ángel. Había varios de ese tipo: el Bon Soir en el Village, el Upstairs, el Basin East Street durante algún tiempo y el Copa, por supuesto. Recorrías el circuito, y el último show era a las 12.30 pm, de modo que te encontrabas en medio de la calle a las 1.30 de la mañana y siempre había un lugar a donde ir. Salía mucho más cuando era joven.  Primero porque todavía había tipos vivos que tocaban la música que más me gustaba. Podía ir a escuchar la Wilbur De Paris Band en la calle 52; vi a Sidney Bechet, a Louis Armstrong muchas veces, a Jack Teargarden, la banda de Nueva Orléans de George Lewis, los músicos de Birdland, a Miles Davis y John Coltrane, que me encantaba. Pero muchas de esa gente murió, y con la música sucedió lo que sucedió con la pintura: se volvió cada vez más abstracta, más interesante y exigente para los músicos pero menos accesible para el público, por lo que comenzó a perder su audiencia.

 Me gusta mostrarle la ciudad a la gente a través de mis ojos, que no son realistas sino altamente románticos. Nueva York siempre fue el gran objeto de mis fantasías. Cuando era chico vivía en Brooklyn y luego caminaba hasta Times Square, y mirara adonde mirara veía marquesinas de cines iluminadas. Crecí en un barrio donde los cines abundaban, pero en mi vida había visto algo parecido a lo que se veía cuando llegaba a la calle 42 y Broadway. Un cine atrás de otro, todos iluminados, algunos con shows, y las calles repletas de soldados y marineros, por la guerra. Era lo que un coreógrafo elegiría para exagerar si tuviera que crear un ballet sobre Nueva York: los tipos con las muñecas aparentemente sin hilos que intentaban vender, los marineros encontrándose con las chicas en los puestos de papayas. Algo impresionante. Muchos años después filmé Un misterioso asesinato en Manhattan, y la película sigue abriéndose con planos de Nueva York tomados desde un helicóptero.
 
Es siempre Manhattan, esa pequeña isla compacta donde sucede todo. Los cosméticos han cambiado. Ahora es un mundo de computadoras, las terminologías cambian, los estilos de psicoterapia se han modificado un poco y los protocolos de las relaciones están de moda hasta que pasan. Pero lo fundamental nunca cambia.

Extraído de la Revista Pagina 30.
 

 

miércoles, 17 de agosto de 2016

lunes, 21 de diciembre de 2015

Colección Cahiers du Cinemá: Woody Allen

Serie Cahiers du Cinemá – Una cierta tendencia del Cine de Autor


El humor en Woody Allen: reír para no llorar - por Luis Fernando A. Perez




La prueba de que Woody Allen es un gran humorista es que ha hecho películas dramáticas. Sin un sentido trágico de la vida, el humor resulta pobre, superficial, ramplón. “Reír para no llorar” es la esencia del humor judío –tradición a la que él pertenece por sus ancestros rusos- y que ha dado tantos nombres ilustres en la historia de las artes. Humor de escépticos y lúcidos, como el que también practicaba el maestro Oscar Wilde: “El humor es la gentileza de la desesperación”.

En una entrevista a Richard Schickel en 2003, Woody Allen le confesaba: “Y cada cien años, usted sabe, es como si alguien descargara la cisterna del inodoro y de pronto todo el planeta cambiase. Todos, toda la gente que te preocupa ahora y todos los problemas que tienes, todos los terroristas y esa gente que te da quebraderos de cabeza, y las relaciones con las mujeres que te hacen suspirar, y los maridos que han abandonado a sus esposas. De todo eso, pasado el tiempo, no queda nada”. No hay Dios, no hay esperanza en su visión de mundo. Entonces, vale la pregunta: ¿cómo este autor que era en su juventud lector de Tenessee Williams y William Faulkner, de Dostoievski y Tolstoi, termina siendo un director y un actor de comedias? O mejor: ¿de qué manera su visceral pesimismo se va revistiendo de humor? “Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo no gozo de buena salud."

Woody Allen en un comienzo quiso ser dramaturgo. Las películas no le interesaban y en los años cincuenta en Estados Unidos, el prestigio lo tenían las obras de teatro. Ni siquiera tuvo una cámara; no lo atraía la tecnología. Su primer acercamiento al cine fue con la escritura del guión ¿Qué pasa, Pussycat?, un verdadero fiasco que lo hizo sentirse avergonzado y humillado. Juró que sólo volvería a escribir para el cine si le daban la oportunidad de dirigir. Y se la dieron en Robó, huyó y lo pescaron, su primera película. Un pseudo-documental con escenas divertidas. Y se la volvieron a dar en Bananas, donde contó un crimen político en un país sudamericano al estilo de una crónica deportiva. Para ese entonces, el aspirante a dramaturgo ya había sido captado por la televisión que descubrió su talento innato para escribir diálogos punzantes y actuarlos él mismo; también había debutado en nightclubs. Ahora, disfrutaba de las parodias y las imitaciones descaradas de sus maestros: Chaplin y Buster Keaton. Del primero, los gags: sus dos primeras películas son una sucesión de gags con una línea argumental muy débil. Del segundo, el humor surrealista y la heroína cómica a la que todo se le complica, a la que nada le sale al derecho: la génesis de los personajes de Diane Keaton en El dormilón, La última noche de Boris Grushenko, Annie Hall (Dos extraños amantes) y Manhattan.

En Todo lo que usted quiso saber sobre el sexo y no se atrevió a preguntar y El dormilón, sus siguientes películas, seguía todavía atrapado en el modelo de Chaplin y Keaton. Es quizá en La última noche de Boris Grushenko donde por primera vez las escenas cómicas no ahogan el relato.
Allí hay esbozado un contenido filosófico, hay una intención de hablar del amor y de la muerte en clave cómica. Aunque no lo consigue del todo. Él mismo es el primero en reconocerlo: “Lo verdaderamente importante para mí era que el público se riera. Y luego, si mi estrategia daba frutos (y creo que no fue así), que toda esa reflexión resonara tenue y vagamente en su cerebro. Y me refiero a que resonara después, esa misma noche al llegar a casa o durante el sueño en medio de la noche, y que los espectadores se despertaran riéndose del chiste. Para que después, pasada la fase de la hilaridad, se tomaran unos minutos y pensaran: Dios, me pregunto cómo me sentirían frente al pelotón de fusilamiento y sabiendo que voy a morir acribillado por las balas al cabo de escasos minutos”. Es claro: aún no había conseguido el difícil equilibrio entre la reflexión y el humor.

Ese equilibrio sólo llegará hasta Annie Hall, su primera gran película y un punto de quiebre dentro de su ya larga carrera cinematográfica. Annie Hall es más que una suma de gags: es la historia del amor y el desamor de Annie y Alvy. Contada un año después, como una evocación de Alvy. La pasión y las cenizas vistas desde una irónica distancia. El pesimismo de Woody Allen se ha focalizado en las relaciones amorosas. Bajo la misma premisa de su visión trágica del mundo: como la felicidad de la pareja es algo imposible de alcanzar, hay que divertirse con eso. Las secuencias, más largas, permiten que afloren los monólogos y la conversaciones ingeniosas y burlescas sobre el sexo, la convivencia, la inseguridad de los roles masculino y femenino. El talento de Woody Allen es verbal y aquí se desborda con juegos de palabras y parodias culturales. El que sepa quién es Federico Fellini, Marshall McLuhan o Sigmund Freud, gozará más. El que no, allá él. En los setentas todavía no se había impuesto la absurda idea de “respetar” la ignorancia de los espectadores. Las escenas cómicas abundan en Annie Hall pero no forman repúblicas independientes, están finamente encajadas dentro de una estructura narrativa. Y en una idea central que las engloba: la irracionalidad de las relaciones de pareja, el halo triste y risueño que provoca el desencuentro entre hombres y mujeres. Gracias a la colaboración de Marshall Brickman (coguionista), a Gordon Willis (director de fotografía) y Ralph Rosenblum (montador), Woody Allen estaba descubriendo la mejor manera de expresar su humor y su desesperanza: con el arte del cine.

¿Es en la comedia urbana anti-romántica donde mejor ha logrado Woody Allen destilar el humor? No lo creo, aunque se trata de una veta que ha seguido explotando. Después de Annie Hall vino Manhattan y hace poco Vicky Cristina Barcelona. Nadie puede desahuciar a un director que hace una película por año y ha demostrado estar en plenas facultades creativas. Es admirable su capacidad para recrear y volver siempre sorpresivo e hilarante el eterno tema de las relaciones afectivas. En el capítulo catalán, la agotada pareja parecería encontrar nuevos aires y momentos de plenitud en el breve experimento del triángulo amoroso.

En La Rosa púrpura del El Cairo y Match Point, a mi juicio sus obras más ambiciosas, el humor alcanza otra dimensión porque se integra a una metafísica, lo que tanto había buscado –sin conseguir- desde la época de Boris Gruschenko. En la primera, con el tema aparente del cine y la cinefilia, explora la necesidad humana de ficción. Conscientes de las quiméricas ilusiones, no podemos hacerlas a un lado, vivir sin ellas. Hay una sutil e irónica sonrisa cuando el personaje de Cecilia, después de la cachetada de la realidad, regresa a las salas de cine. En la segunda, el destino, el libre albedrío, la voluntad histórica, la opción existencial, el éxito, son reducidos a un mero y vulgar asunto de suerte. La Antígona moderna puede ser escenificada en cualquier cancha de tenis. Ecos de un humor negro e implacable –que le hubiera gustado a Samuel Beckett- quedan resonando en nuestra mente.

Pero quisiera terminar con una película menor, Melinda y Melinda. Ahí se encuentra explícita -al alimón- su filosofía del humor. Allí, Woody Allen hizo el más interesante experimento de su filmografía: contar la misma historia en clave de tragedia y de comedia. ¿La vida es una tragedia o una comedia? Qué gran pregunta. O mejor: esa es la pregunta. Podría ser ambas cosas. O podría ser una tragedia que se vive como una comedia. Sófocles leído desde Aristófanes. Cada cual elige su camino de acuerdo a su talante. Elijamos bien, seamos coherentes. Para ayudarnos en semejante encrucijada, a lo largo de estos últimos años este neoyorquino de antepasados judíos y rusos, ha insistido tercamente en las ventajas de recorrer el valle de lágrimas con el bálsamo de la risa.

(Publicado originalmente en “Kinetoscopio” número 87)
Publicadas por Ghost Writer

Extraído de http://el-cinefilo-blog.blogspot.com.ar/

viernes, 18 de abril de 2014

Septiembre, el tiempo suspendido.



Escribe: Julio Diz


Septiembre, accidentado film que, tras ser integramente vuelto a rodar, con cambio de actores incluido, propone una visita a esa cara oculta que en la filmografía de Allen, se alterna, tal vez sin gran exito hasta la fecha, con sus comedias brillantes e ironicas: el film de camara, que transcurre siempre en los limites del drama, si no directamente en los propios terrenos de este.

Septiembre es, justamente, eso que una parte de la crítica suele considerar un "film serio" del realizador neoyorkino, negando de paso el estatuto de seriedad a películas como "Dos extraños amantes", "Zelig" o "Hannah y sus hermanas", sin ir mas lejos. Como en "Zelig", la historia es el origen de la anecdota; como en "Interiores", los personajes se mueven en un universo cerrado fisica y temporalmente. pero también psicologicamente asfixiante.

Toda la poca acción de Septiembre se condensa en una casa de campo y en las horas finales de los ultimos dias de vacaciones. Seis personas, con una vida claramente situada al margen del espacio físico que comparten en ese estival agosto, esperan, entre la angustia y el flirteo, el fin de un período que , como siempre ocurre con las vacaciones, resulta un parentesis abierto. Cuatro de ellas mantienen intereses distintos entre sí. Mientras el profesor de frances Denholm Elliott suspira de amor por la insegura Mia Farrow, esta está enamorada de Sam Waterston, quien a su vez ama a Dianne Wiest, amiga de la Farrow. En el medio, una pareja de viejos dichosos, Elaine Stritch y Jack Warden, estan aparentemente a salvo de los devaneos de Eros, aunque casi desde un principio se comienza a dibujar un polo de tensión entre Stritch y Farrow, madre e hija respectivamente. Así planteada, la película se diría una amable revisitación del universo privado de, por ejemplo. Ingmar Bergman, y de hecho lo es. Hay la misma mirada tierna y ansiosa que contempla el verano que huye (como en "Juegos de verano"), el mismo amor no exento de ironia y hasta, por momentos, distanciamento, que suele mostrar Bergman por sus criaturas y un igual respeto por la forma y los interpretes. Y, como en tantas películas del sueco, también hay aquí un interes casi entomologico por analizar los comportamientos de unos seres que, en el fondo, son solo víctimas de sus debilidades, su mediocridad o sus temores.

A pesar de que la camara de Allen contempla a sus personajes desde un terreno aparentemente neutral, el espectador no tarda en apreciar algunos de los elementos que hacen de Septiembre una de las películas mas medidas y certeras de la amplia filmografía de su autor: un guión sabiamente construido, en el cual destaca el cuidado por los diálogos y la maestría con la cual el realizador-guionista reparte el protagonismo entre sus seis personajes; una capacidad para la adaptación visual del matiz que estaba ausente desde hace tiempo en el cine de Allen (vease la magnífica y pudorosa elipsis visual sobre el primer beso entre Waterston y Wiest: mientras la camara se detiene, en plano fijo, los personajes salen del encuadre y conceden un protagonismo de primer orden a un siempre presente fuera de campo, o el juego de miradas que los personajes establecen entre sí, y que como en el caso de Wiest-Waterston, cobra una dimensión narrativa insospechada), y un cuidado formal irreprochable (empezando por la fotografía de Carlo Di Palma). Todo ello para construir una parábola que se explica en el propio diálogo entre el fisico Warden y el frustrado escritor e historiador Waterston; la misma relativización del tiempo y del caracter fortuito de la historia se hace carne en los microdramas de los personajes, cuya debilidad mayór radica en el extravío de sus deseos amatorios, en sus falsas opciones respecto al objeto de su amor y, en definitiva, en su absoluto desamparo respecto a un universo cuyo principal atributo es la violencia.

En este contexto, la explosión pasional del drama psicologico que la Farrow, antigua asesina, ex-reclusa y convalenciente de un intento de suicidio (que es la excusa misma de la trama) esconde desde hace años, y que atribuye a su madre, queda un poco como el pretexto argumental, o tal vez como el resto de un guión primitivo que, como ya dijimos, fue rehecho para otros actores. Probablemente, la mayor debilidad del guión sea esa atribución inequívoca de historicidad a dos de sus interpretes, caracter que no tiene mayor trascendencia en el resultado final de la película. Bergman ya contó, y mejor, un drama parecido, y mucho más desgarrado y brutal, en su injustamente valorada "Sonata de otoño", vale decir, el enfrentamiento entre una madre egoista que ha sacrificado el amor filial en aras a su arte, y una hija que, andando el tiempo, ha ido acumulando un rencor profundo y sin solución contra su madre. El final de ambos films avala una interpretación en el sentido de un homenaje de Allen a su maestro Bergman.

Ficha tecnica:

Septiembre 1987 (September)

Productora: Orion Pictures
Producción: Jack Rollins y Charles Joffe
Guión y Dirección: Woody Allen
Fotografía: Carlo Di Palma
Montaje: Susan Morse
Reparto: Juliet Taylor
Camara: Dick Mingalone
Dirección artística: Speed Hopkins
Sonido: Dan Sable

Interpretes:
Mia Farrow (lane)
Elaine Stritch (Diane)
Denholm Elliot (Lloyd)
Dianne Wiest (Stephanie)
Sam Waterston (Peter)
Jack Warden
Ira Wheeler
Jane Cecil
Rosemary Murphy
 
 

lunes, 9 de septiembre de 2013

Woody y la risa número 11.

Continuemos riéndonos con Woody...


 
 
Extraído de Woody Allen, un libro de humor, número 1, Editorial Nueva Imagen, Mexico 1980.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

"Bananas", el mal dictador.





¡Ah, Woody Allen! ¡Tan sabio y tan poco reivindicado cuando se desmadra! Mis queridos blogdecineastas me incorporo a este especial que inició el audaz y raudo Juan Luis Caviaro para daros mi versión del cine de Allen. Advierto, ya en este preciso instante que será complicado encontrar un tono realmente hostil con Allen.


La película sigue las aventuras de otro currante, como en su primera película, esta vez bajo el nombre de Fielding Mellish (Allen, quien sino) que se enamora, de manera no correspondida, de una bella mujer (Louise Lasser) dedicada al activismo social y para conseguirla termina metido en lo que podríamos llamar un buen embrollo revolucionario en el que terminará convertido en presidente.

¡Ah, Allen! ¿Qué voy a decir de esta película maravillosa que no sepáis ya? Lo primero es que nunca se recuerdan lo suficiente las primeras películas de Allen, aquellas en las que nos enseñaba como sobrevivir. Porque Woody Allen, como Philip Roth o Saul Bellow, es un remedio para el alma que hace de sus peculiaridades y sus localismos (sus historias casi siempre neoyorquinas, su humor inequívocamente judío, su mofa ya encontrable en los mentados escritores a costa de figuras intelectuales) algo no accesible sino, más importante, familiar.

Cuando Fielding Mellish, una prolongación nada disimulada del Virgil de ‘Robó, huyó y lo pescaron’ (Take the money and run, 1970), navega hacia una revolución de la que no entiende nada lo que pretende es conseguir a la chica y un destino alejado de una vida un tanto grisácea y naturalmente pobre en expectativas y oportunidades. La política, para Mellish, es un asunto puramente psicosexual.

Cuentan algunas anécdotas, que en los setenta, cuando su ascendencia se hizo imparable ya desde que empezó a brillar como escritor e intérprete de monólogos, se impuso la teoría de que Allen sería un nuevo modelo de sexualidad. Sus musas, aquí Lasser y muy pronto Diane Keaton, eran mucho más agraciadas que él, y su estilo de humor, nervioso, inseguro, autoparódico, iba a cambiar la historia de la sexualidad.

Lo que al final sucedió, dicen, es que solamente Allen fue ese icono y su revolución no fue más allá. Naturalmente, podemos buscar consecuencias de su estereotipo / revolución en otras muchas historias….del Cine. ‘Bananas’ (id, 1971) tiene a Carlos Montalban como el impetuoso caudillo revolucionario y a un breve Sylvester Stallone haciendo una aparición memorable como matón en el metro.

Lo que también tiene es uno de los trabajos de fotografía más descuidados del progresivamente pulido cineasta judío, con un Andrew M. Costikyan realizando un trabajo de iluminación anodino. Pero compensa Allen estas carencias de cineasta que estaba empezando con gags absolutamente hilarantes, como la idea de retransmitir el coito “frustrado” con comentaristas deportivos con toda la retórica de la hipérbole a la que están acostumbrados los espectadores estadounidenses. O una hilarante escena de ruptura, que se cuenta entre las mejor escritas del cineasta.

Woody Allen, claro está, nos promete un final agridulce: es muy posible que el insignificante logre a la chica, no sin antes volver a fracasar. Su cine nos recuerda que, en realidad, estamos pasando por la vida para chocar, una y otra vez, con nuestros sueños y con nuestras frustraciones, que la inconformidad es, irónicamente, lo que nos hace buscar la felicidad y lo que nos asegura la infelicidad.

Es tan sabio este director y es tan emocionante seguir viendo sus películas.



Fuente: Blog de cine.


sábado, 15 de junio de 2013

Woody y la risa número 10.

Risas, risas, muchas risas.




Extraído de Woody Allen, un libro de humor, número 1, Editorial Nueva Imagen, Mexico 1980.


sábado, 13 de abril de 2013

Comedia sexual de una noche de verano.


Woody Allen casi esquina Bergman.

Caricatura de Pratico.


Se titula “Comedia sexual de una noche de verano” y, aunque él niega todo parentesco con Bergman, el rótulo remite inevitablemente a “Sonrisas de una noche de verano”, que su colega sueco filmó hace más de veinte años. Son infidencias y enredos eróticos de una noche campestre, en alcobas por las que transitan el propio Woody, Tony Roberts, Mary Steenburgen y dos celebridades: Mía Farrow y José Ferrer.



Hace unos quince años atrás el inefable y múltiple Woody Allen era un tipo modesto que concedía todas las entrevistas y respondía serenamente a las incómodas preguntas que suelen formular los cronistas neoyorquinos que se especializan en el “show business”. Por entonces, Woody era ese libretista de televisión que de vez en cuando accedía al teatro con una pieza propia, y que cuando su rostro narigón y anteojudo aparecía en cámara era confundido con un empleado administrativo del canal.

Cuando cambió su suerte y la fama de “Interiores” y “Manhattan” lo proyectó a la pantalla internacional, los festivales y los análisis críticos más sesudos mimaron a este humorista, al punto de convertirlo en un geniecito, proclamado incluso por la revista “Newsweek” como una especie de “mini héroe nacional”. Entonces Woody se volvió mucho más displicente con el periodismo. Una entrevista con él llegó a valer oro; la grabación de un diálogo “ping-pong” con él durante cinco minutos era desesperadamente codiciada. Y él lo sabía.

Hasta que, de repente, la crítica le dijo cosas que no le gustaron. Porque “Stardust Memories” (Recuerdos, para el público argentino) no llegó a ser un fracaso pero le anduvo raspando. Los cronistas se tornaron duros y el genio se volvió a ablandar. Así fue que en estos días Woody Allen no solo se dignó anticipar el título de la película que está filmando sino que hasta concedió entrevistas, largas, tranquilas, como aquellas de la época en que su pieza “Play it again, Sam” (Sueños de seductor), que luego llegó al cine, se representaba en Broadway.

“Se trata de una película que celebra la alegría del verano en el campo”, dijo el actor y director. Se refería a este film en marcha, que se titula “Comedia sexual de una noche de verano”. La fórmula, sin duda, alude a un célebre y honroso antecedente: “Sonrisas de una noche de verano”, aquella “comedia” que el sueco Ingmar Bergman suscribió hace más de veinte años. La película estará lista para comienzos de la primavera (abril), y saldrá a la palestra en pleno verano (julio), para exhibirse en varios circuitos de ambas costas.

“La verdad es que no pensé en Bergman, pero si ustedes lo señalan es porque algún parentesco habrá”, dice Woody con una humildad de doble filo que suena un poco impostada.

En una entrevista concedida especialmente a “Variety”, el realizador puntualizó detalles de la trama: “El protagonista soy yo. Pero a mi lado hay otros papeles de primer nivel. Estos personajes se hallan ligados, sexual y afectivamente, y a veces los lazos secretos se concretan con la mujer o la novia de otro”. Y agregó Woody: “Los protagonistas se encuentran un poco confundidos, y esto da lugar que a veces no acierten con los dormitorios correctos, con la consiguiente confusión, vergüenza o verdadera alegría. Claro, todo esto depende del partenaire que a uno le toque en esa noche campestre”.

Junto a Woody actúan, su eterno compañero (y amigo en la vida real) Tony Roberts, Mía Farrow, José Ferrer y Mary Steenburgen.

 

Fuente: Diario Clarín, sección Espectáculos, Buenos Aires, sábado 13 de marzo de 1982.