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Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de El Revisionista, Series de antología, y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

jueves, 29 de noviembre de 2018

Relajado y locuaz ... Woody Allen.





Woody Allen & His New Orleans Jazz Band - ¿un músico de "horror terrible"? De ningún modo


Royal Albert Hall, Londres.


El cineasta es un fino clarinetista aficionado y, en el Albert Hall, él y su pulida banda tocaron un set que fue un cálido y tierno tributo a los primeros años del jazz.


Por John Fordham







BACK en sus días de standup en la década de 1960, Woody Allen usa para decirle al público que su abuelo era un hombre tan insignificante que en su funeral su coche fúnebre siguió a los otros coches. Ahora con 81 años, Allen tiene la misma visión deferente de su estado en la banda de jazz vintage con la que ha tocado el clarinete en bares de lujo de Nueva York durante más de 35 años. Allen dijo recientemente al programa Todayque "un músico de mi terrible pavor" solo podía llenar un establecimiento tan augusto como el Royal Albert Hall al tener un movimiento internacional para un trabajo diario. Mientras su banda giraba alegremente y trinaba a través de los vehículos de jazz de principios del siglo XX el domingo por la tarde en un apisonado Albert Hall, era difícil estar en desacuerdo. Las primeras contribuciones de Allen se sintieron bastante rebuscadas y babosadas, pero una vez que se tranquilizó, fue en su mayor parte evidente que su interpretación de clarinete estaba más cerca de la clase de superior amateur que de terrible.


Allen ha sido un fanático del jazz desde su adolescencia, que llegó en un mundo de posguerra donde dominaban las intrincadas y virtuosas complejidades del bebop . Pero prefería las melodías y los ritmos del ragtime singalong vivaces de la época del jazz, antes de nacer, lo cual sugiere, como películas como Zelig hacen, que se encuentra con un idealizado más allá de un lugar más hospitalario que el presente.


De hecho, el único asentimiento de Allen al presente fue su declaración de apertura, "No voté por él", después de lo cual dejó en claro que una entretenida fidelidad al material de origen del jazz en lugar del espectáculo de chaleco-sombrero-y-chaleco era el punto del concierto. Durante gran parte del espectáculo, Allen adoptó una postura sentada impasible, con una pierna cubierta de beige, colgada de la otra, con el pie puesto firmemente tocando el compás, pero estaba más relajado y locuaz con el público, una multitud sorprendentemente diversa, de lo que ha sido en viajes anteriores de Londres con la banda.





El fraseo de Allen sugiere con mayor frecuencia los caprichos y las peculiaridades de clarinetistas como Louis Armstrong.Johnny Dodds, socio de 1920, en lugar de su primer modelo adolescente, Sidney Bechet. En sus momentos más puros, el clarinete de Allen vislumbra el lirismo del pionero de Nueva Orleans, George Lewis. Su banda estaba pulida y cálidamente en sintonía con la mezcla de brillantes melodías de baile, canciones de burdel bordello, marchas callejeras y melancólicos espirituales en los que se basa. El trompetista Simon Wettenhall fue un solista sobresaliente, uniendo las barras y bordando los rellenos con una elocuencia sin prisas que empacaba más improvisación en los estrechos confines de las melodías de lo que parecían permitir. La tía Hagar's Blues de WC Handy fue cantada con afecto económico por el cantante y banjoista Eddy Davis; la oscuramente reluciente Old Rugged Cross y el puertorriqueño de tintes latinos representaban contrastes de humor que el concierto podría haber usado un poco más (ambos sacaron a Allen de su fraseo de staccato defensivo en un lirismo expresivo de tono largo); el bajista Greg Cohen mostró con qué facilidad hace la transición de la música de Tom Waits y de Ornette Coleman a este escenario contrastante; y el muy recorrido Sweet Georgia Brown fue entregado a través de un ritmo furtivo con una ternura que afecta en lugar del frenetismo que a menudo recibe.





Estados Unidos le dio al mundo las formas artísticas del cine y el jazz en el siglo XX; Woody Allen ha sido un brillante practicante de la primera, y una bandera de alto perfil, aunque técnicamente inestable, vacilante por la historia temprana a menudo pasada por alto de la segunda. Aunque el jazz se fusionó en Nueva Orleans, la ciudad más cosmopolita, los afroamericanos le dieron algunos de sus matices más vívidos, una contribución que Allen no enfatiza en sus bandas ni en las historias de jazz de sus películas. Pero le encanta la música de gigantes afroamericanos como Armstrong, Bechet y Jelly Roll Morton, y como este espectáculo confirmó, eligió una compañía bastante buena para ayudarlo a expresarlo.



Fuente: The Guardian.


viernes, 16 de noviembre de 2018

Los actores de Woody: Jose Ferrer.





Por Clarissa Santiago Toro, para la Fundación Nacional para la Cultura Popular.


Su nombre original era 

José Ferrer
Jose Ferrer in Caine Mutiny.jpg
José Vicente Ferrer de Otero y Cintrón y nació el 8 de enero de 1912 en  Santurce, Puerto Rico y falleció el 26 de enero de 1992
Antes que Benicio del Toro, Jennifer López, Jimmy Smits y Esaí Morales brillaran en Hollywood, un puertorriqueño ya se había consagrado en tierras del norte. Éste fue el actor José Ferrer

quien en 1950 puso al país en primeros planos cuando ganó el premio Oscar como mejor actor por su elogiada interpretación de Cyrano de Bergerac en la película homónima.

En el momento de gloria máxima el artista pidió que el galardón le fuera entregado en su tierra natal. Ante ello, en 1951 se realizó una presentación especial, en la que el entonces gobernador Luis Muñoz Marín le hizo entrega de la codiciada estatuilla. Este Oscar fue donado por Ferrer al Teatro de la Universidad de Puerto Rico (U.P.R.) donde confió serviría de estímulo a las generaciones venideras.




Para Ferrer, ese acto simbólico coronaba sus años de esfuerzo y dedicación al arte histriónico. José Vicente Ferrer de Otero y Cintrón nació en Santurce el 8 de enero de 1912. A los seis años se trasladó con su padre a la ciudad de Nueva York. Luego de culminados sus estudios secundarios, ingresó a la Universidad de Princeton con el propósito de estudiar arquitectura pero su interés se desvió hacia el arte dramático.


Establecido en Princeton, su pasión por el jazz lo llevó a formar el grupo musical The Pied Pipers. En 1934 hizo sus pininos como cantante lírico en el teatro Triangle Club de la Universidad.


Ferrer, quien completó un bachillerato (licenciatura) en Artes de la Universidad de Princeton y estudió literatura francesa en la Universidad de Columbia, hablaba con fluidez español, inglés, francés, italiano y alemán. Los dominaba tan bien que en una ocasión durante una conferencia de prensa les habló a todos los periodistas reunidos en sus respectivos idiomas.


En 1935 inició su carrera artística como asistente del director de escena en Broadway. Su debut actoral fue ese mismo año también en Broadway con la obra "A Slight Case of Murder".


La primera actuación que le dio nombre fue en la obra "Charlie's Aunt" pero fue su interpretación de Iago en la obra "Othello" de 1943 la que lo dio a conocer.




Escena de Comedia sexual de una noche de verano, en el centro José Ferrer



En 1947 recibió el primero de cinco premios Tony de teatro por interpretar por primera vez a Cyrano de Bergerac. Un año más tarde recibió la primera de tres nominaciones al Oscar por el trabajo realizado como el Delfín en el filme "Joan of Arc" protagonizado por Ingrid Bergman. En 1950 cargó con la codiciada estatuilla por la versión fílmica de "Cyrano de Bergerac". Su tercera y última nominación la logró en 1952 por su memorable caracterización del pintor francés Toulouse Lautrec en la versión original de la película "Moulin Rouge". Simultáneamente, ese mismo año ganó tres premios del Círculo de Críticos y dos premios Tony, uno por la dirección de "Stalag 17", "The Fourposter" y "The Shrike", y el otro por su actuación en "The Shrike".

Entre las obras teatrales que hizo se destaca "El hombre de la Mancha", donde encarnó al célebre Don Quijote y que a partir de 1967 se presentó en diversos escenarios Estados Unidos. Ese mismo año la Organización de Estados Americanos lo homenajeó por ser vínculo de excelencia entre la cultura latina y la anglosajona.


Además de actor, Ferrer incursionó de forma exitosa como guionista al hacer una sólida versión de la historia "I Acussed" en 1957. También hizo su aporte al mundo musical cuando en 1968 debutó como cantante en el desaparecido hotel Sheraton de Puerto Rico. Durante esa etapa estaba casado con la cantante Rosemary Clooney con quien procreó cinco hijos, uno de ellos, el también actor Miguel Ferrer.






Entre las películas que filmó se encuentran "Caine Mutiny" con Humphrey Bogart, "Crisis" con Cary Grant, "Lawrence of Arabia" con Omar Sharif en 1962, "Comédie érotique d' une nuit d' été" del director Woody Allen y fue el emperador en la cinta de ciencia-ficción "Dune" en 1984 protagonizada por el cantante inglés Sting.


De igual forma incursionó en la pantalla chica con el programa piloto de la conocida serie "Kojak" la cual, una vez aprobada, Ferrer no quiso estelarizar.


José Ferrer recibió varios reconocimientos durante su carrera entre ellos un doctorado Honoris Causa en Artes y Letras de la Universidad de Puerto Rico en 1949, un doctorado honoris Causa en Arte de la Universidad del Sagrado Corazón en 1981, su propia estrella en el Paseo de Estrellas de Hollywood, la primera Medalla Nacional de Arte en 1985 otorgada por el ex presidente Ronald Reagan, y tal vez su logro más grande, su selección en 1981 al Paseo de la Fama del Teatro. En 1990 se le dedicó el Festival de Teatro Latinoamericano.


Una de las últimas labores que realizó fue la de asesor del Coconut Grove Players State Theatre del estado de Florida, lugar donde murió a los 80 años, el 26 de enero de 1992. A tono con sus principios y su compromiso con el desarrollo del arte, José Ferrer recibía como paga por este trabajo tan sólo un dólar por año.







Aunque su carrera se desarrolló principalmente en los Estados Unidos, Ferrer nunca olvidó los escenarios boricuas. Si bien actuó en hoteles en la década del 60, en 1970 su creación del Quijote brilló en el Teatro de la U.P.R. Posteriormente fue uno de los actores puertorriqueños que participó en el proyecto fílmico "A Life of Sin", basado en la vida de la controvertible Isabel la Negra. Este proyecto, aunque no fue recibido con beneplácito por la crítica, ha trascendido en el tiempo como un esfuerzo genuino por sentar la base para una industria de cine en Puerto Rico.




José Ferrer dejó un legado incomparable


Este año se conmemora el centenario del nacimiento del actor puertorriqueño.


El talento del actor puertorriqueño José Ferrer se dio a conocer muy temprano en la historia de Broadway y Hollywood, y hasta el día de hoy, tiene uno de los mayores legados que un artista de la Isla ha logrado en ambas mecas.


Este año se cumplen 100 años del nacimiento de Ferrer, y 20 de su muerte. Es el único actor latino que ha ganado un premio Oscar como “Mejor actor”, distinción que recibió en 1951 por “Cyrano de Bergerac”




Junto a Mary Steenburgen


“José Ferrer es el único actor latino a la fecha, que ha recibido el Oscar a ‘Mejor actor’. Benicio del Toro y Javier Bardem, luego obtuvieron sus respectivos premios Oscar, pero fue en la categoría de ‘Mejor actor secundario’. Aunque es cuestionable el de Javier Bardem, porque él era el actor principal, pero hay una política de la Academia que los actores étnicos se tienen que postular como actores secundarios. No sé si se dará en la historia que volvamos a tener un actor latino como ‘Mejor actor’”, afirmó Miluka Rivera, actriz y escritora del libro “Legado puertorriqueño en Hollywood”.


Ferrer comenzó su carrera artística en Broadway, en 1935, con la obra “A Slight Case of Murder”. Cinco años después consiguió su primer protagónico en la meca del teatro con la obra “Charley’s Aunt”. Su interpretación de Iago en la obra “Othello” en 1943, fue la que le comenzó a dar notoriedad.


Pero fue el papel de Cyrano de Bergerac, el que marcó un antes y después en su carrera, tanto en el teatro como en el cine. La primera vez que lo interpretó fue en teatro en 1947, lo que le valió el primero de cinco premios Tony que recibiría a lo largo de su trayectoria.





Junto a Woody, Tony Roberts, y Mia Farrow

Su personificación del poeta para cine fue el que le hizo ganar el Oscar, en 1951.


¿Dónde está el Oscar?


Aunque Ferrer se fue de Puerto Rico siendo un niño, ya que se mudó con su padre a Nueva York cuando tenía seis años, siempre tuvo un lazo fuerte con la Isla y sus raíces. Por eso, un año después de ganarse el Oscar, Ferrer decidió donar la estatuilla a la Universidad de Puerto Rico para que sirviera de inspiración a los jóvenes.


“Cuando mi padre ganó el Oscar lo donó a la universidad de aquí y no a la de Princeton o Columbia, donde estudió. Él quería que los jóvenes supieran que los sueños se podían alcanzar y que podían ser más de lo que les decían. Era un símbolo de inspiración”, dijo Miguel Ferrer, hijo mayor de Ferrer con la cantante Rosemary Clooney, en una visita que hizo al País hace dos años.



Sin embargo, la estatuilla dorada fue robada de la institución académica hace 12 años y hasta el día de hoy no hay pistas de ella, a pesar de esfuerzos que hizo Miguel para recuperarla ofreciendo una recompensa de $10,000. El también actor ha acudido en varias ocasiones a la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, encargada de conceder el premio, para que lo repongan.

“Son unos hipócritas de primera categoría por negarse a hacerlo, porque ellos hablan de la diversidad cultural y dicen que lo reponen si la persona está viva, si está muerta no. Benicio del Toro y mi primo, George Clooney, los dos ganadores de premios Oscar, también han tratado por años sin éxito”, relató el artista, quien vino entonces para recibir un reconocimiento que le hizo el Colegio de Abogados a su padre, con un ciclo de cine.






Labor filantrópica


No obstante, Rivera asegura que el legado de Ferrer trasciende el Oscar y otros premios que recibió, pues también se destacó por su labor filantrópica con los afroamericanos y puertorriqueños, y como activista de los derechos de la comunidad latina.


“Una de las cosas que muchos desconocen de Ferrer es la persona noble y generosa que era. También fue un activista que inspiró a muchos antes que Martin Luther King. Dentro del teatro mismo condenaba el racismo y no tan solo hacia los negros, sino también hacia los puertorriqueños”, afirmó Rivera.


Su obra “Strange Fruit”, presentada en Broadway del 29 de noviembre de 1945 al 19 de enero de 1946, fue parte de la causa que tenía el actor.


“Ferrer tomó una decisión bien arriesgada cuando presentó en Broadway -como director- la obra “Strange Fruit”, que trataba sobre racismo. Tuvo mucho éxito, pero el público estadounidense no estaba preparado para una obra de ese calibre. Tuvo mucha publicidad, podemos decir que fue el primer puertorriqueño al que se le dio un spread en Life Magazine”, sostuvo Rivera.


En el aspecto personal, Ferrer se casó por primera vez con la actriz Uta Hagen, con quien tuvo a su primera hija, Leticia. Su matrimonio más corto fue con Phyllis Hill, de 1948 a 1953.


Con Rosemary Clooney se casó en dos ocasiones y tuvo cinco hijos, divorciándose finalmente en 1967.


Ferrer logró la estabilidad con Stella Magee con quien se casó en 1977 y permanecieron juntos hasta que murió el 26 de enero de 1992, en Coral Gables, Florida, a causa de cáncer de colón.


Sus restos descansan en el cementerio Santa María Magdalena de Pazzis, en el Viejo San Juan.


Filmografía


Juana de Arco (1948)

Crisis (1950)
Cyrano de Bergerac (1950)
Moulin Rouge (1952)
El motín del Caine (1954)
Lawrence de Arabia (1962)
El viaje de los malditos (1976)
El centinela (1977)
Fedora (1978)
Zoltán, el mastín de Drácula (1978)
Placer y juego (1980)
Comedia sexual en una noche de verano (1982)
Soy o no soy (1983)
Dune (1984)
Seducción (1985)
La confesión de un homicida (1989)
Condenado (1990)



Fuentes: www.elnuevodia.com

prpop.org/biografias/jose-ferrer/

lunes, 5 de noviembre de 2018

Tócalo otra vez, Woody.

Un comediante en escena.

Cómico es el hombre que hace la comedia, ésta puede tanto deparar risas como emociones más complejas. Woody Allen, el quisquilloso duende de Manhattan, es además muy capaz de instalarse en el género difícil de la poesía urbana, donde la vulgaridad y el equivoco son, en intentos de menor fortuna, insuperables enemigos. Cuando el próximo jueves se estrene en Buenos Aires su último film, "Broadway Danny Rose", (La nota es de Diciembre de 1984) habrá un motivo más para apreciar su talento. La nota que sigue no anticipa esa película; trata, en cambio, de recuperar, en síntesis, aspectos de la vida de Woody Allen.

Por Rodolfo Rabanal




El pasado sábado 1 de Diciembre, Woody Allen cumplió cuarenta y nueve años (en 1984) sin estrepitosas celebraciones ni más congojas que las habituales. Casado -es una manera de decir- con la etérea Mia Farrow desde hace unos tres años, los dos han convenido en conservar sus propias guaridas de soltería con el objeto de ahorrarle a la cotidianeidad su hostil tendencia corrosiva. Por lo demás, Mia Farrow se ha hecho de una familia adoptiva de siete hijos, la que se complementa con un número no desdeñable de pájaros, dos gatos, una pareja de perros y hasta un loro.  

Según Woody Allen, Mia posee un instinto maternal hiperbólico, exacerbado por un despliegue de energía natural imprevisible en una mujer de cara tan flaca. Pero es en la arrolladora amplitud de ese instinto que él, desvalido chico judío de Brooklyn inscribe de contrabando la intrincada maraña de sus afectos. Infinidad de veces ha dicho a sus amigos, y a quienes lo han entrevistado últimamente, que si bien adora a los niños –la mayor parte de ellos huérfanos vietnamitas- no consigue entenderse con los bichos. Su relación con los animales es compleja y marcadamente negativa, del mismo modo que lo es su imposible amistad con la naturaleza, con la que evita en lo posible todo trato: “Una casa en el campo –declaró hace poco- sería mi tumba”. La esfera de sus fobias alcanza a los viajes, que elude como si fuera un gato. Las últimas vacaciones importantes que se tomó datan de fines de 1979, cuando después de largos conciliábulos con un analista de apoyo (ha dejado al de cabecera después de quince años de terapia), tomó la decisión extrema de cruzar el Atlántico para visitar París. En la ocasión, advirtió a sus amigos que permanecería allí una semana previendo fuertes ataques de nostalgia por Nueva York. Alcanzó a soportar su extranjeridad veinte días, lo cual muchos entendieron como un saludable exceso y acaso el umbral de un cambio en la mísera red de pequeños males y recurrentes manías que fatigan su espíritu.

Vino de todos modos hablando maravillas de París, pero cuando tocó Manhattan poco faltó para que se echara de bruces, a la manera del Papa Juan Pablo, para besar tierra. Decir que Woody Allen ama Nueva York sería una cómoda e imperfecta simplificación. Un devoto teñido de fanatismo es más, que un amante. De esta última condición guarda sin embargo la prerrogativa del odio, el ácido discurso de la crítica y la fidelidad supina.




La fealdad como seducción

El verdadero nombre de Woody Allen evoca el gusto plebeyo de una lata de cerveza: Konigsberg. Allan Stewart Konigsberg. Alumno errático en el secundario, rabonero, empezó a escribir chistes para la televisión cuando tenía dieciséis años. A los pocos meses ganaba más plata que su padre, un hombre orquesta marcado por la depresión de los años 30. Embutido en jeans, luciendo camisetas violetas y camperas gastadas, el joven y pecoso Konigsberg cruzo el puente de Brooklyn y se instaló para siempre entre las torres de Manhattan.  Dueño por naturaleza de una fachada anodina y destinado, por diseño corporal e indefinidos contornos fisiognómicas, al mostrador alcanforado de una farmacia de barrio, este improbable rey de la cerveza en lata remontó, sin embargo, esas desgracias hasta la cumbre que lo convirtió en Woody Allen, Con lo cual pudo, al menos, demostrar dos cosas. La primera, que la fatalidad es menos consecuencia irremediable del destino que de su aceptación pasiva. Y la segunda, que la propuesta fanfarrona, y bastante atroz, de Charles Atlas –el alfeñique que devino coloso- puede ser un modelo eficaz, inclusive si se deja de lado la desopilante cuestión de los músculos.

Maravillosamente dotado para la réplica ingeniosa, Woody Allen supo desde el principio montar su artillería en el viejo y sólido bastión del chiste callejero norteamericano, una especialidad con antecedentes tan notables como el de Bob Hope, entre otras notoriedades menos famosas, a la que agregó la pimienta metafísica del chiste judío. Con esta carga básicamente verbal, atacó Broadway, minó la televisión, fatigó los teatros de varieté y accedió, por fin, al reino luciferino del cine.

Y es en el cine, una pasión que lo abarca sin fisuras de escape, donde aparece la seducción del feo, la rica gama del cómico que, al balancear su experiencia entre la tradición de Chaplin y Buster Keaton, elige la cruzada romántica del primero, para la cual su feroz melancolía de siempre lo había venido preparando como la novia ante la noche de boda.

Días pasados, la periodista Catherine David de “Le Nouvel Observateur”, lo entrevisto en su dúplex de la Quinta Avenida cuando se encontraba aplicando las últimas puntadas a su película “La rosa purpura de El Cairo” (The purple rose of Cairo). Allen contó a la David que la risa es siempre irremediable, aunque hay cosas que le interesan bastante más, y esas cosas son las emociones y las ideas que lo anegan cuando ve “Ladrones de bicicletas” o “La gran ilusión”.

En ese mismo reportaje explicó que en el principio de su carrera y todo a lo largo de los años 60, él hacia películas con la sola ambición de hacer reír. Pero más tarde, en el momento de actuar en aquella encantadora comedia que se llamó “Sueños de seductor” (Play it again, Sam) y, definitivamente, a partir de “Dos extraños amantes” (Annie Hall) –deslumbrante actuación de la actriz Diane Keaton- el pequeño genio feúcho e hipocondriaco libera el elemento erótico y perdidamente romántico que hará las delicias de cientos de miles de espectadores en todo el mundo.

Dicen que el éxito consiste en provocar en los otros reflejos de identidad imprevistos, develando sueños y tramas imaginarias que laten en cada uno como una potencia básica, pero que no encuentran fácil expresión hasta que el artista los suscita. La fórmula de Woody Allen se probó arrasadora: su personaje –él mismo, a fin de cuentas- evoca al perdedor que hay todos nosotros, y es este loser que pasa a la escena bajo los focos de la fama quien, si bien perderá la banca, ganará seguramente a la muchacha. Pero el detalle diferente, aquello que hace que su peripecia sea perversamente moderna y seductora según los trajinados cánones de nuestros días, es que el pequeño héroe es un intelectual desfalleciente de pequeñas mentiras y abrumado por el peso de su conciencia. No ignora que es un fracaso, un raté, y sin embargo no deja de bregar por un objetivo que sabe frágil, sobre todo efímero, y al mismo tiempo irremplazable. Exactamente como él mismo.

Tres imágenes de Broadway Danny Rose

Pizza y Neurosis

Hace unos años, cuando terminaba de estrenarse “Manhattan” y la fresca adolescente Mariel Hemingway lo flechó de lado a lado, al menos por un tiempo. Woody Allen confesó a un redactor de la revista “Time” que la muerte era la obsesión que estaba detrás de todo lo que hacía, de todo lo que sentía. “Mis verdaderas preocupaciones –dijo esa vez- son religiosas, ya que tienen que ver con el sentido de la vida y con la futilidad de obtener la inmortalidad gracias al arte”.

Añadió también que lo aquejaba el hecho de no saber qué hacer para llevar una vida decente en medio de “la arrasadora porquería que constituye la cultura moderna: todo cuanto quiero es no liquidar mi vida por dos centavos, no estropearme como se estropea la gente a mi alrededor, pero, en el fondo ¿Cómo saber si no estamos ya definitivamente estropeados?”.

Para defenderse en parte de estos estragos se confía al arte, al propio y al ajeno. Más de una vez ha dicho, y lo repite en el final de la película “Manhattan”, que la vida vale la pena por un número limitado de cosas estimulantes. La lista va del segundo movimiento de la Sinfonía Júpiter, de Mozart, hasta todo el cine de Bergman, pasando por las naturalezas muertas de Cézanne, dos piezas magistrales de Louis Armstrong y el libro “La educación sentimental”, de Flaubert.

Sus amigos más próximos, con los que cena invariablemente en Elaine’s, un simpático rincón del East End que él mismo puso de moda, han hecho saber que estas preferencias y algunas otras, excepcionalmente más vulgares y sencillas, son en Woody Allen los límites fóbicos en los que se mueve su universo de simpatías. Su colaborador, co-guionista y amigo, Marshall Brickman, denuncia la preferencia absurda e invariable que Woody Allen tiene por la pizza de mozzarella simple: “Para mí –contó a Time- nada mejor que una pizza completa, con ajo, morrones y orégano, de modo que cada vez que ordenamos nuestras respectivas porciones yo siento que él, con su pedido, señala ásperamente mi exceso. Inclusive es posible que haga un gesto despectivo”. Según Brickman, Allen sostiene que la simple pizza de mozzarella tiene el valor de los gustos clásicos: “Me encamino –le ha dicho- hacia una escritura cinematográfica tan clásica como la misma pizza”.

Brickman considera que estas excentricidades no lo son en absoluto: Allen podría, por ejemplo, disponer de un guardarropa abundante y suntuoso –tiene dinero suficiente como para hacerlo-, pero ha optado por todo lo contrario: en sus cajones se eternizan las mismas camisas escocesas de siempre, los sacos y camperas gastados, los jeans abultados en las rodillas y las zapatillas de tenis.
El mismo ha dicho en no pocas oportunidades que uno de los rasgos de este tiempo es lanzarse a las novedades de cualquier tipo debido a una autentica incapacidad para disfrutar de las cosas. Se sabe que el título original de “Annie Hall” era “Anhedonia”, un término psicoanalítico que significa “incapaz de experimentar placer”.
Allen encuentra, en todo caso, algún sustituto de ese bien esquivo denunciando lo que él denomina “la basura cultural que nos rodea y aplasta” y tratando, denodadamente, de exaltar en medio de ella a las figuras desvalidas que somos, a la larga, cada uno de nosotros. Ese acto –secretamente heroico- gratifica a cientos de miles de personas, volviéndolas acaso capaces de experimentar placer. No mucho más puede exigírsele a un verdadero artista.



Fuente: Revista El periodista de Buenos Aires, número 14, 15 al 21 de Septiembre de 1984.