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Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de El Revisionista, Series de antología, y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

miércoles, 28 de enero de 2015

Magia a la luz de la luna.




Asumo que vivimos ya una época enrevesada en la que incluso hablar bien de Woody Allen como cuentista es ya también asunto espinoso.




Por Jorge Hernández


En realidad, el agua del azar fluye constante y en los escenarios menos esperados baña como bálsamo impredecible. De paso por Chicago, que es ciudad azul por saudade y saxofón, aparece en pantalla el mago que yo siempre he querido ser: que me llamara Stanley Crawford (que me interpretara Colin Firth) y que yo fuera capaz de desaparecer a un elefante en pleno escenario o esconderme tras una cortina de seda delante de un público expectante y aparecer siete segundos después, sentado entre los atónitos espectadores que me aplauden incrédulos.

Con tantas cosas que se han vuelto de cabeza parece políticamente incorrecto elogiar la película Magic in the Moonlight de Woody Allen. Supongo que se ha traducido como Magia a la luz de la Luna, aunque no descarto que algún genio de la interpretación la haya rebautizado como Todo lo que Usted siempre quiso saber sobre el Amor, pero temía volver a preguntar. Antes de intentar mis elogios, asumo que vivimos ya una época enrevesada en la que incluso hablar bien de Woody Allen como cuentista, guionista o evocar sus obras maestras de otros tiempos es ya también asunto espinoso a la luz de la amnesia y corrección política con la que ahora se murmura su nombre en sobremesas.





Considerado lo anterior, diré que Magia a la luz de Luna narra la aventura de un escapista, escéptico empedernido de todo azar o todo instante inexplicable ante la razón. Se llama Stanley Crawford y triunfa en escenarios de todo el mundo bajo el disfraz y seudónimo de Wei-Lin-Zu. El cuento que ahora narra en pantalla Woody Allen es la historia de un sofisticado intelectual que vive de mago, prestidigitador y escapista a lo Houdini, un modelo a seguir que vive del cuento chino y que de pronto es invitado por su mejor amigo a la Riviera Francesa para intentar socorrer a una familia de millonarios norteamericanos que han caído en las manos de una supuesta espiritista, una seductriz del más allá que a todas luces pretende sacarle a la familia todo el dinero posible con sus sesiones de contactos con sus muertos, adivinación de biografías y combinaciones numéricas que supuestamente dictan el orden del Universo.

La musa del más allá se llama Sophie Baker y desde el primer encuentro con Stanley teje una red de hipnóticos encantos, más allá de las mesas que oscilan, las velas que levitan o los ronquidos con los que se comunican los espíritus. Sophie parece saberle todos sus pasados a Stanley y al mago que suele disfrazarse de chino le basta mirarla a los ojos para empezar a sentir el inexplicable cosquilleo de la incredulidad ante un milagro: al parecer, sí es posible que una mujer nos conecte directamente con el mundo metafísico y eche por tierra toda creencia supuestamente irrebatible que se finca en lo racional; al parecer, sí es posible que una mujer sea capaz de leer nuestra biografía por la sinceridad que no ocultamos en la piel o en los abrazos y uno empieza a dudar de que sólo seamos animales racionales con sólo cinco sentidos, en el instante en el que una sola mirada, una caminata a la luz de la Luna sobre adoquines de pueblo viejo o eso que convierte un solo beso en el único a lo largo de toda una vida como prueba de que hay otro sentido, impalpable, inasible e inexplicable que conecta a las almas. Believe it or not!




Según avanza la fábula que Woody Allen ubica en el año 1928 para irónica sincronía del vestuario que hoy mismo podrían portar Emma Stone en el papel de Sophie y Colin Firth, que pasa de ser rey tartamudo a genial mago disfrazado de chino. Vestidos para la ocasión, la incredulidad del racional se abate ante los encantos de la musa, la increíble mujer que cautiva con espasmos donde dice estar sintiendo mensajes del más allá, tanto como enamora a cualquiera con su dulce ignorancia de tantas cosas y una suerte de asombro ante cualquier cosa.

No narraré más detalles de la película para no echar a perder los posibles trucos o verificables ectoplasmas que podrían entusiasmar a quien aún no la ha visto, pero no quiero dejar sin mencionar que Woody Allen ha trazado una vez más la sencilla cuadrícula donde el absoluto amor se debate entre un mundo de opulencia y falsedad que suele ofrendarse a los pies de las mujeres bellas, a contrapelo de una vida quizá más plena o edificante o por lo menos más aterrizadamente honesta que normalmente merece su desdén: a contrapelo de todas las joyas e ingresos asegurados que propone como matrimonio el millonario hipnotizado por Sophie Baker, el mago que se sabe mago revelado, mentiroso en su disfraz chino, ofrece una vida en libros de Dickens y música de Beethoven; a contrapelo de toda la ropa cara y los viajes en yate por las islas ignotas de Bora-Bora que garantiza el millonario insulso, el otrora chino de los escenarios ofrece a Sophie contemplar las estrellas desde un planetario abandonado como si fuese santuario milagroso o recorrer por tierra la costa azul de cualquier mar en conversación interminable y abonar entre ambos eso que llaman la soledad del silencio que se comparte. Se trata de una posible confirmación de que por encima de los bíceps de las esculturas huecas o la cartera abultada de quienes creen tener siempre la razón en todo, hay motivos para suponer que la química inasible de quienes comparten de veras su mutua respiración profunda se impone como una rara magia, que en realidad quién sabe cómo funciona.





Magia a la luz de la Luna es un guiño para quienes creemos en la serendipia y trabajosamente nos resignamos a ocupar las sombras a la espera de calladas confirmaciones de que es preferible sobrevivir con verdades a seguir viviendo con puras mentiras. Es un apapacho para quienes sabemos que una sola mirada encierra la revelación o no de ciertas virtudes y resguarda la calidad moral o vera honestidad de las almas buenas, distinguiendo entre próximos y prójimos. Quizá el mundo no tenga un sentido fijo y eso que tantos claman como destino inapelable no sea más que un contagio inevitable en los espejismos que nos engañan, pero tengo para mí que el mismo mundo no podría girar sin algún tipo de magia que se transpira a la luz de la Luna y seguirá bañándonos con agua de azar.


Extraido de:
http://internacional.elpais.com/internacional/2014/10/21/actualidad/1413920139_002369.html

miércoles, 14 de enero de 2015

martes, 6 de enero de 2015

Cara a cara con Diane Keaton.



La ansiedad, las dudas, los balbuceos. Warren Beatty y Woody Allen. El Oscar, las nominaciones y ese modo de vestir que marcó a una generación.

Encuentro con la musa más atípica de Hollywood


por JOSEBA ELOLA





Diane Keaton, a sus 68 años, tiene tres estrenos pendientes. Entre otras, será una de las voces de la secuela de 'Buscando a Nemo'. / foto RUVEN AFANADOR


Suena el inolvidable Love theme de Nino Rota, melodía inconfundible de El Padrino. Marlon Brando, en la piel de Don Vito, baila, magnífico, con Talia Shire, en el papel de su hija, en la legendaria escena de la gran boda a la siciliana. Se está gestando una de las más memorables secuencias de la historia del cine.

En medio de esa prodigiosa concentración de talento en el set, una joven actriz californiana con su traje largo y peluca rubia de más de cuatro kilos se pregunta qué demonios hace una chica como ella en un lugar como ese. Su nombre artístico: Diane Keaton. Tiene entonces 25 años. Y recuerda esos días de leyenda en la habitación de un hotel de Los Ángeles. La luz entra con fuerza por la ventana, son las tres y media de la tarde. “Y yo, mientras, pensando: ‘No comprendo esta película, no sé de qué va; no sé qué hago aquí. No la vi hasta 15 años más tarde. No quería verla.

– ¿Por qué?

– No me quería ver… ¡¿Qué locura, no?! Es que estoy medio loca. No tenía interés en verla. No conseguí ningún trabajo a raíz de hacerla, no cambió mi carrera. No sé cuál fue mi problema con ella, ¿debería verla?

– Bueno, muchos la consideran una de las mejores películas de la historia…

– ¡Qué te parece! Pues la volveré a ver”.


Woody Allen tiene razón. Soy una fuente de problemas. Soy demasiado sensible. Me siento herida con facilidad”

Este intercambio de preguntas y respuestas podría encajar en alguno de los diálogos que Woody Allen escribió para ella. Pero, no; esto no es ficción. Keaton, de 68 años, habla de la obra magna de Francis Ford Coppola con esa espontaneidad, y ese aire despistado que tanto le gusta cultivar, y un punto excéntrico marca de la casa.

Sus rarezas, dice, le vienen de familia. Keaton se dispersa en sus respuestas, salta de una cosa a otra, toma un camino, circula, cambia de carril, regresa, vuela. Tiene vis cómica, y la cultiva. Se expresa con palabras atropelladas y se para en seco. Al más puro estilo Annie Hall.

En su repertorio humorístico ocupa un lugar de privilegio la autocrítica despiadada. Le encanta desmitificar. Las reflexiones sobre su papel en la historia del cine le traen al fresco. Ahondando en El Padrino, de hecho, recuerda que gran parte del equipo estaba bebido cuando se rodó la escena de la boda. “Servían bebidas de verdad, algo que luego nunca volvieron a hacer”. Eso sí, cuando cita a Brando, el mundo se para. Así describe el baile del maestro. “Magnífico. Todos estábamos boquiabiertos”.

La actriz californiana a la que Woody Allen inmortalizó como Annie Hall sigue bien activa. No todas sus compañeras de generación pueden decir lo mismo. A sus 68 años, Diane Hall (así se llama en realidad) acaba de publicar su segundo libro de memorias, Let’s just say it wasn’t pretty (Digamos simplemente que no fue guapo, título extraído de una frase de su madre en alusión a Dean Martin), una reflexión sobre la belleza que pronto se convierte en relato abierto de las inseguridades físicas de una mujer que se movió en un mundo que entroniza a las bien parecidas.




                Retrato de Keaton al principio de su carrera. / foto ALBUM

Además de su intensa actividad como fotógrafa y compradora y diseñadora de hogares –es devota de la arquitectura–, tiene dos películas pendientes de estreno. Una comedia que protagoniza junto a Morgan Freeman, Life itself. Y un relato de amor, con tintes de comedia, entre un abuelo solitario y cascarrabias (Michael Douglas ) y su vecina, una mujer dulce que por las noches canta estándares de jazz en pequeños bares de Connecticut. Su título: Así nos va “Es una película sobre segundas oportunidades”, dice, “esas que llegan cuando menos las esperas”. Se muestra encantada de haber podido cantar en esta película, como ya hizo en Annie Hall. Y se oirá su voz, también, en Buscando a Dory, la secuela de Buscando a Nemo, prevista para finales de 2016.

Keaton se parece mucho a Annie Hall. Woody Allen escribió el papel inspirándose en ella tras años de relación. El personaje de esa chica ansiosa que, cuando se pone nerviosa se trabuca, vacila y recurre a su ya célebre “la di da di da” para escurrir el bulto, fue construido en torno a la personalidad de Keaton. “De mis defectos he hecho virtudes”, afirma la actriz. “El guion que escribió Woody de esa mujer ansiosa…, eso es convertir un defecto en virtud. De algún modo, eso me dio una oportunidad”.

Su madre corroboró el parecido entre la actriz y el personaje el día en que acudió a la proyección de Annie Hall. “Solo vi a Diane”, relata en una carta que Keaton recoge en las memorias que publicó en 2011, Ahora y siempre (Lumen). “Annie con la cámara en mano, masticando chicle, la falta de seguridad en sí misma; Diane en estado puro”, escribió su madre, Dorothy, cuyo apellido de soltera, Keaton, adoptó su hija como nombre artístico.

Allen, por su lado, adoptó el apellido real de Keaton, Hall, para bautizar al personaje. La actriz, además, le transfirió su look. El prolífico director neoyorquino le dio libertad. Le pidió que se soltara en los diálogos, que se olvidara de las marcas –las señales que en el suelo delimitan los movimientos de los actores–. Y le dijo que se vistiera como quisiera. Así nació esa imagen setentera de pantalones anchos, chaleco, corbata y sombrero que la actriz compuso observando a las mujeres del Soho neoyorquino. Un look que la actriz convirtió en su estilo. El mismo que viste y calza en esta soleada tarde californiana: elegante pantalón negro, camisa blanca con el cuello levantado y gafas de carey.



Diane Keaton junto a Woody Allen en 'Annie Hall', por la que recibió el Oscar. / foto CORBIS

Keaton sostiene que se lo debe casi todo a su gran amigo y mentor Woody Allen, uno de los hombres de su vida, su padrino cinematográfico. Trabajaron juntos en siete largometrajes. Sobre seis de ellos, los que rodó en los setenta –desde Sueños de un seductor (1972) a Manhattan (1979)–, cimentó su carrera. Recuerda perfectamente el día en que vio a Allen por primera vez en aquel enorme y desierto teatro de Broadway. Fue en el casting de la obra de teatro, y luego película, Sueños de un seductor. Acudió por recomendación de su profesor de arte dramático en Orange, el condado californiano en que se crió. Su profesor era amigo de Joe Hardy, que iba a dirigir en Broadway el montaje escrito por ese cómico neurótico que tanto éxito estaba teniendo en televisión; un jovenzuelo llamado Woody Allen.

Ella acudió sin saber si Allen estaría en la audición. “¡Pero estaba ahí!”, recuerda. Ella subió al escenario. “Sabía quién era porque con mi familia solíamos verle en la tele en el show de Johnny Carson. ¡Era tan gracioso, tan mono! ¡Esa expresión usé en aquel entonces! Me subí al escenario con él y pensé: ‘Es bajito”.

Keaton se ríe. Recuerda que Allen estaba tan nervioso como ella leyendo el texto de la obra. Así empezó todo. “Woody Allen no habría salido conmigo de no ser porque hicimos esa obra juntos durante nueve meses. Es una de esas personas que es difícil llegar a conocer; no deja que la gente acceda a él fácilmente; pero como estaba allí todo el tiempo, lo conseguí. Obviamente, fue un flechazo,hello, da, tenía sentido del humor, nos reíamos mucho”.

– Allen llegó a decir que vivir con usted era como caminar sobre cáscaras de huevo.

– Sí. Soy demasiado sensible. Soy una fuente de problemas, creo que lo soy; me siento herida con facilidad. Tiene razón.

Usted se describe a sí misma como un bicho raro y suele decir que no hace las cosas como los demás…

– Sí, tengo algo de bicho raro. Todos los miembros de mi familia lo son. Mis hermanas son inusuales. Somos un poco raros.

– ¿Cómo describiría esa rareza?

– Diría que no somos muy sociales, nos quedamos un poco al margen. Es una pena porque, a medida que te haces mayor, te das cuenta de que es fundamental socializar y mantener buenas amistades. Casi siempre estamos un poco aislados.




    Una instantánea de su próximo filme, 'Así nos va', con Michael Douglas.

– ¿Por qué?

– Porque somos muy sensibles, vamos abrumados por la vida, un poco asustados, somos gente ansiosa…, pero no en plan mal.

Sus rarezas fueron materia prima para Allen. “Él es un gran imitador y escritor. Los papeles que ha escrito para mujeres son extraordinarios. Personajes muy fuertes. Lo consigue porque escucha; y eso le hace único. ¿Cuántas mujeres han ganado el Oscar gracias a él? Dianne Weist, Cate Blanchett, Mia [Farrow], nominada varias veces; Mira Sorvino…”.

Y ella. Ella, también. Diane Keaton recibió su Oscar a la mejor actriz por Annie Hall en 1977. Subió al escenario con una larga falda y un fular, saltándose todas las convenciones del glamour y la alfombra roja. Quedaba así sellado el símbolo de esa mujer liberada e intelectual que inspiró a toda una generación.

Keaton se llevó su Oscar por un trabajo de comedia, algo poco habitual. A partir de ese momento, saludó cada una de las décadas siguientes con una nueva nominación, aunque sin llevarse la estatuilla. En los ochenta, por Rojos (1981), película de Warren Beatty sobre el periodista John Reed; en los noventa por La habitación de Marvin (1996), donde unió su talento al de su admirada Meryl Streep y al de un Leo DiCaprio en tiempos mozos, y en el nuevo siglo por Cuando menos te lo esperas (2004), junto a Jack Nicholson, con la que puso fin a unos duros años de sequía.

Keaton recuerda que el rodaje de Rojos fue larguísimo. Beatty era entonces su pareja. Es uno de los hombres más tenaces que ha conocido. “Creo que le tenía envidia. Era el príncipe de Hollywood. Un tipo brillante que manipulaba maravillosamente a la gente para seducirla”, explica.

Pacino, Coppola, De Niro, Nicholson. Hay figuras clave en la carrera de Keaton con las que trabajó en los setenta y ochenta, y con las que se vuelve a cruzar veinte años más tarde. En 1990 se reencuentra con Coppola y Pacino para rodar la tercera parte de El Padrino, donde su personaje, Kay, demuestra que es capaz de ser tan malvada como su marido, Michael Corleone. Con su amigo Jack Nicholson rueda Rojos y se reencuentra en 2003 con Cuando menos te lo esperas. Con De Niro, tras El Padrino, vuelve a coincidir en La gran boda (2013).

Lo mismo ocurre con Allen. En 1993 vuelve a ponerse a sus órdenes para rodar Misterioso asesinato en Manhattan; la actriz ha construido gran parte de su carrera sobre la comedia. Ya se lo dijo Allen cuando daba sus primeros pasos. “Si eres graciosa, tendrás una carrera larga”. Larga está siendo. Ella recuerda que entonces se preguntó: “¿O sea que seré capaz de seguir trabajando cuando tenga 40 o 45 años?”. Así nos va, el largometraje que está punto de estrenar, la vuelve a colocar en ese terreno en el que se siente tan cómoda; esta vez, junto a Michael Douglas, con el que no había trabajado nunca. Dice que si por algo la recordará es por el mensaje que envía en una de las secuencias, cuando su personaje, Leah, tras cantar, se dirige a la audiencia y dice: “Seguir cantando a estas alturas y soñando con el amor es suficiente para mí”. Eso se lleva de esta película. “No siempre puedes tener el amor como tú quieres; pero puedes soñar con él; puedes seguir cantando, expresarte, seguir vivo en este mundo”.

– Usted habla de sus rarezas. ¿Tiene esto que ver con eso que dice de que llegó tarde a muchas cosas en la vida, entre otras, a la maternidad –adoptó a los 50 a su hija Dexter, que ahora tiene 18 años; y poco después a su hijo Duke–?




Keaton entre Jack Nicholson (izquierda) y Warren Beatty (entonces su pareja) en 'Rojos' (1981).

– Sí, por supuesto. Los hombres para los que no fui material de matrimonio, las decisiones que tomé a lo largo de mi vida siendo soltera… Recuerdo cuando era pequeña y decía: ‘Mira esa solterona, nunca llegó a casarse’. Un día, en la escuela secundaria, un chico llamado Dale Finney, creo que ese era su nombre, dijo: ‘Algún día vas a ser una buena esposa para un hombre’. Y recuerdo que pensé: ‘¿Quiero yo eso? No creo que quiera que mi papel en la vida sea el de una buena esposa’.

Pero ha tenido relaciones muy fuertes.

– Sí, y creí que eso es lo que quería; pero en realidad no lo deseaba. Supone demasiado compromiso. Fui muy inmadura, o incapaz de asumir mi papel de un modo más amable.

Keaton dice que su expareja Warren Beatty eligió muy bien a la hora de casarse, que forma buen tándem con la actriz Annette Bening. “¡Uno no puede casarse solo porque está enamorado! Hay que pensar si uno puede funcionar con esa otra persona en el día a día; cada cual, aceptando su papel, para bien y para mal. Pero yo nunca me pude adaptar cuando estuve enamorada. Así que fui inteligente: mejor no casarme a tener que hacer frente a uno de esos horribles divorcios…”.

De sus exparejas, con el único que mantiene una relación de amistad es con Woody Allen. Por encima de todo. Cuando el cineasta fue acusado de abusos sexuales por su hija adoptiva, Dylan Farrow, Keaton salió en defensa del realizador neoyorquino. La criticaron duramente por ello. Preguntada por la cuestión, se reafirma en sus palabras: “No tengo nada más que decir, es mi amigo y yo le creo. Pero ese escándalo ya es una cuestión pasada, ¿no cree?”.

Keaton es una mujer con fuerte apego familiar. El mayor amor de su vida, ha dicho en repetidas ocasiones, fue su madre. “La echo mucho de menos”, asegura, “no entiendo la vida sin ella; echo de menos ser la hija”.

La pequeña Diane Hall se crio en una familia de cuatro hermanos (tres de ellas chicas). Su padre, Jack Hall, ingeniero de caminos y agente inmobiliario, siempre andaba corrigiendo esas expresiones tan marca de la casa que ella popularizó con su personaje de Annie Hall; esos “ah”, “bueno”, “ehh”, “estoo”. Esas expresiones de duda exasperaban a su progenitor.


Keaton en 1978, recibiendo el Oscar a la mejor actriz. / foto MARY EVANS (ACIONLINE)

Su madre, Dorothy, ejerció gran influencia sobre su hija. Era aficionada a la fotografía, tocaba el piano, cantaba con un trío vocal, fue declarada Mistress Los Angeles, en un concurso de televisión destinado a elegir al ama de casa perfecta. “Creo que a ella le hubiera gustado ser intérprete”. En su vida adulta, Keaton ha desarrollado facetas clave de sus padres. Incansable usuaria de Instagram, ha editado cuatro libros de fotografía.

También le gusta escribir. Ha blogueado para Huffington Post; ha vendido más de 225.000 copias de Ahora y siempre, su primer libro de memorias. Y es autora de dos libros de arquitectura y diseño. Otra de sus pasiones. Forma parte del equipo directivo de Los Angeles Conservancy, organización que trata de preservar el legado arquitectónico de la ciudad. Y es una redomada compradora de casas que rediseña y luego pone a la venta. Una de ellas, una especie de hacienda deconstruida, llegó hasta la portada de la revista Architectural Digest en 2003. Allí la vio la cantante Madonna. Decidió comprársela.

Esta faceta es una evolución del oficio de su padre. “Solo que él compraba sabiamente”, comenta. “Yo compro el sueño. El invertía en la casa más fea de la calle, que era la que más se revalorizaba al poco; yo, en cambio, compraba una de Lloyd Wright porque era de Lloyd Wright. Él era un hombre práctico; yo, no”.

Pero a estas alturas tiene muy claro lo que desea: “Ser una persona moderadamente buena. Si consigo eso, será suficiente”.


Extraído de http://elpais.com/elpais/2014/10/07/eps/1412682692_886078.html