Cómico es el hombre que hace la comedia, ésta puede tanto deparar risas como emociones más complejas. Woody Allen, el quisquilloso duende de Manhattan, es además muy capaz de instalarse en el género difícil de la poesía urbana, donde la vulgaridad y el equivoco son, en intentos de menor fortuna, insuperables enemigos. Cuando el próximo jueves se estrene en Buenos Aires su último film, "Broadway Danny Rose", (La nota es de Diciembre de 1984) habrá un motivo más para apreciar su talento. La nota que sigue no anticipa esa película; trata, en cambio, de recuperar, en síntesis, aspectos de la vida de Woody Allen.
Por Rodolfo Rabanal
El pasado sábado 1 de Diciembre, Woody Allen cumplió cuarenta y nueve años (en 1984) sin estrepitosas celebraciones ni más congojas que las habituales. Casado -es una manera de decir- con la etérea Mia Farrow desde hace unos tres años, los dos han convenido en conservar sus propias guaridas de soltería con el objeto de ahorrarle a la cotidianeidad su hostil tendencia corrosiva. Por lo demás, Mia Farrow se ha hecho de una familia adoptiva de siete hijos, la que se complementa con un número no desdeñable de pájaros, dos gatos, una pareja de perros y hasta un loro.
Según Woody Allen, Mia posee un instinto maternal hiperbólico, exacerbado por un despliegue de energía natural imprevisible en una mujer de cara tan flaca. Pero es en la arrolladora amplitud de ese instinto que él, desvalido chico judío de Brooklyn inscribe de contrabando la intrincada maraña de sus afectos. Infinidad de veces ha dicho a sus amigos, y a quienes lo han entrevistado últimamente, que si bien adora a los niños –la mayor parte de
ellos huérfanos vietnamitas- no consigue entenderse con los bichos. Su relación
con los animales es compleja y marcadamente negativa, del mismo modo que lo es
su imposible amistad con la naturaleza, con la que evita en lo posible todo
trato: “Una casa en el campo –declaró hace poco- sería mi tumba”. La esfera de
sus fobias alcanza a los viajes, que elude como si fuera un gato. Las últimas
vacaciones importantes que se tomó datan de fines de 1979, cuando después de
largos conciliábulos con un analista de apoyo (ha dejado al de cabecera después
de quince años de terapia), tomó la decisión extrema de cruzar el Atlántico
para visitar París. En la ocasión, advirtió a sus amigos que permanecería allí
una semana previendo fuertes ataques de nostalgia por Nueva York. Alcanzó a
soportar su extranjeridad veinte días, lo cual muchos entendieron como un
saludable exceso y acaso el umbral de un cambio en la mísera red de pequeños
males y recurrentes manías que fatigan su espíritu.
Vino de todos modos hablando
maravillas de París, pero cuando tocó Manhattan poco faltó para que se echara
de bruces, a la manera del Papa Juan Pablo, para besar tierra. Decir que Woody
Allen ama Nueva York sería una cómoda e imperfecta simplificación. Un devoto
teñido de fanatismo es más, que un amante. De esta última condición guarda sin
embargo la prerrogativa del odio, el ácido discurso de la crítica y la
fidelidad supina.
La fealdad como seducción
El verdadero nombre de Woody
Allen evoca el gusto plebeyo de una lata de cerveza: Konigsberg. Allan Stewart
Konigsberg. Alumno errático en el secundario, rabonero, empezó a escribir
chistes para la televisión cuando tenía dieciséis años. A los pocos meses
ganaba más plata que su padre, un hombre orquesta marcado por la depresión de
los años 30. Embutido en jeans, luciendo camisetas violetas y camperas
gastadas, el joven y pecoso Konigsberg cruzo el puente de Brooklyn y se instaló
para siempre entre las torres de Manhattan. Dueño por naturaleza de una fachada anodina y
destinado, por diseño corporal e indefinidos contornos fisiognómicas, al
mostrador alcanforado de una farmacia de barrio, este improbable rey de la
cerveza en lata remontó, sin embargo, esas desgracias hasta la cumbre que lo
convirtió en Woody Allen, Con lo cual pudo, al menos, demostrar dos cosas. La
primera, que la fatalidad es menos consecuencia irremediable del destino que de
su aceptación pasiva. Y la segunda, que la propuesta fanfarrona, y bastante
atroz, de Charles Atlas –el alfeñique que devino coloso- puede ser un modelo
eficaz, inclusive si se deja de lado la desopilante cuestión de los músculos.
Maravillosamente dotado para
la réplica ingeniosa, Woody Allen supo desde el principio montar su artillería
en el viejo y sólido bastión del chiste callejero norteamericano, una
especialidad con antecedentes tan notables como el de Bob Hope, entre otras
notoriedades menos famosas, a la que agregó la pimienta metafísica del chiste
judío. Con esta carga básicamente verbal, atacó Broadway, minó la televisión,
fatigó los teatros de varieté y accedió, por fin, al reino luciferino del cine.
Y es en el cine, una pasión
que lo abarca sin fisuras de escape, donde aparece la seducción del feo, la
rica gama del cómico que, al balancear su experiencia entre la tradición de Chaplin
y Buster Keaton, elige la cruzada romántica del primero, para la cual su feroz
melancolía de siempre lo había venido preparando como la novia ante la noche de
boda.
Días pasados, la periodista
Catherine David de “Le Nouvel Observateur”, lo entrevisto en su dúplex de la
Quinta Avenida cuando se encontraba aplicando las últimas puntadas a su
película “La rosa purpura de El Cairo” (The purple rose of Cairo). Allen contó
a la David que la risa es siempre irremediable, aunque hay cosas que le
interesan bastante más, y esas cosas son las emociones y las ideas que lo
anegan cuando ve “Ladrones de bicicletas” o “La gran ilusión”.
En ese mismo reportaje
explicó que en el principio de su carrera y todo a lo largo de los años 60, él
hacia películas con la sola ambición de hacer reír. Pero más tarde, en el
momento de actuar en aquella encantadora comedia que se llamó “Sueños de
seductor” (Play it again, Sam) y, definitivamente, a partir de “Dos extraños
amantes” (Annie Hall) –deslumbrante actuación de la actriz Diane Keaton- el
pequeño genio feúcho e hipocondriaco libera el elemento erótico y perdidamente
romántico que hará las delicias de cientos de miles de espectadores en todo el
mundo.
Dicen que el éxito consiste
en provocar en los otros reflejos de identidad imprevistos, develando sueños y
tramas imaginarias que laten en cada uno como una potencia básica, pero que no
encuentran fácil expresión hasta que el artista los suscita. La fórmula de
Woody Allen se probó arrasadora: su personaje –él mismo, a fin de cuentas-
evoca al perdedor que hay todos nosotros, y es este loser que pasa a la escena bajo los focos de la fama quien, si bien
perderá la banca, ganará seguramente a la muchacha. Pero el detalle diferente,
aquello que hace que su peripecia sea perversamente moderna y seductora según
los trajinados cánones de nuestros días, es que el pequeño héroe es un
intelectual desfalleciente de pequeñas mentiras y abrumado por el peso de su
conciencia. No ignora que es un fracaso, un raté,
y sin embargo no deja de bregar por un objetivo que sabe frágil, sobre todo
efímero, y al mismo tiempo irremplazable. Exactamente como él mismo.
Tres imágenes de Broadway Danny Rose |
Pizza y Neurosis
Hace unos años, cuando
terminaba de estrenarse “Manhattan” y la fresca adolescente Mariel Hemingway lo
flechó de lado a lado, al menos por un tiempo. Woody Allen confesó a un
redactor de la revista “Time” que la muerte era la obsesión que estaba detrás
de todo lo que hacía, de todo lo que sentía. “Mis verdaderas preocupaciones
–dijo esa vez- son religiosas, ya que tienen que ver con el sentido de la vida
y con la futilidad de obtener la inmortalidad gracias al arte”.
Añadió también que lo
aquejaba el hecho de no saber qué hacer para llevar una vida decente en medio
de “la arrasadora porquería que constituye la cultura moderna: todo cuanto
quiero es no liquidar mi vida por dos centavos, no estropearme como se estropea
la gente a mi alrededor, pero, en el fondo ¿Cómo saber si no estamos ya
definitivamente estropeados?”.
Para defenderse en parte de
estos estragos se confía al arte, al propio y al ajeno. Más de una vez ha
dicho, y lo repite en el final de la película “Manhattan”, que la vida vale la
pena por un número limitado de cosas estimulantes. La lista va del segundo
movimiento de la Sinfonía Júpiter, de Mozart, hasta todo el cine de Bergman,
pasando por las naturalezas muertas de Cézanne, dos piezas magistrales de Louis
Armstrong y el libro “La educación sentimental”, de Flaubert.
Sus amigos más próximos, con
los que cena invariablemente en Elaine’s, un simpático rincón del East End que
él mismo puso de moda, han hecho saber que estas preferencias y algunas otras,
excepcionalmente más vulgares y sencillas, son en Woody Allen los límites
fóbicos en los que se mueve su universo de simpatías. Su colaborador, co-guionista
y amigo, Marshall Brickman, denuncia la preferencia absurda e invariable que
Woody Allen tiene por la pizza de mozzarella simple: “Para mí –contó a Time-
nada mejor que una pizza completa, con ajo, morrones y orégano, de modo que
cada vez que ordenamos nuestras respectivas porciones yo siento que él, con su
pedido, señala ásperamente mi exceso. Inclusive es posible que haga un gesto
despectivo”. Según Brickman, Allen sostiene que la simple pizza de mozzarella tiene
el valor de los gustos clásicos: “Me encamino –le ha dicho- hacia una escritura
cinematográfica tan clásica como la misma pizza”.
Brickman considera que estas
excentricidades no lo son en absoluto: Allen podría, por ejemplo, disponer de
un guardarropa abundante y suntuoso –tiene dinero suficiente como para
hacerlo-, pero ha optado por todo lo contrario: en sus cajones se eternizan las
mismas camisas escocesas de siempre, los sacos y camperas gastados, los jeans
abultados en las rodillas y las zapatillas de tenis.
El mismo ha dicho en no pocas
oportunidades que uno de los rasgos de este tiempo es lanzarse a las novedades
de cualquier tipo debido a una autentica incapacidad para disfrutar de las
cosas. Se sabe que el título original de “Annie Hall” era “Anhedonia”, un término
psicoanalítico que significa “incapaz de experimentar placer”.
Allen encuentra, en todo
caso, algún sustituto de ese bien esquivo denunciando lo que él denomina “la
basura cultural que nos rodea y aplasta” y tratando, denodadamente, de exaltar
en medio de ella a las figuras desvalidas que somos, a la larga, cada uno de
nosotros. Ese acto –secretamente heroico- gratifica a cientos de miles de
personas, volviéndolas acaso capaces de experimentar placer. No mucho más puede
exigírsele a un verdadero artista.
Fuente: Revista El periodista de Buenos Aires, número
14, 15 al 21 de Septiembre de 1984.