Datos personales

Mi foto
Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de El Revisionista, Series de antología, y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

lunes, 5 de noviembre de 2018

Tócalo otra vez, Woody.

Un comediante en escena.

Cómico es el hombre que hace la comedia, ésta puede tanto deparar risas como emociones más complejas. Woody Allen, el quisquilloso duende de Manhattan, es además muy capaz de instalarse en el género difícil de la poesía urbana, donde la vulgaridad y el equivoco son, en intentos de menor fortuna, insuperables enemigos. Cuando el próximo jueves se estrene en Buenos Aires su último film, "Broadway Danny Rose", (La nota es de Diciembre de 1984) habrá un motivo más para apreciar su talento. La nota que sigue no anticipa esa película; trata, en cambio, de recuperar, en síntesis, aspectos de la vida de Woody Allen.

Por Rodolfo Rabanal




El pasado sábado 1 de Diciembre, Woody Allen cumplió cuarenta y nueve años (en 1984) sin estrepitosas celebraciones ni más congojas que las habituales. Casado -es una manera de decir- con la etérea Mia Farrow desde hace unos tres años, los dos han convenido en conservar sus propias guaridas de soltería con el objeto de ahorrarle a la cotidianeidad su hostil tendencia corrosiva. Por lo demás, Mia Farrow se ha hecho de una familia adoptiva de siete hijos, la que se complementa con un número no desdeñable de pájaros, dos gatos, una pareja de perros y hasta un loro.  

Según Woody Allen, Mia posee un instinto maternal hiperbólico, exacerbado por un despliegue de energía natural imprevisible en una mujer de cara tan flaca. Pero es en la arrolladora amplitud de ese instinto que él, desvalido chico judío de Brooklyn inscribe de contrabando la intrincada maraña de sus afectos. Infinidad de veces ha dicho a sus amigos, y a quienes lo han entrevistado últimamente, que si bien adora a los niños –la mayor parte de ellos huérfanos vietnamitas- no consigue entenderse con los bichos. Su relación con los animales es compleja y marcadamente negativa, del mismo modo que lo es su imposible amistad con la naturaleza, con la que evita en lo posible todo trato: “Una casa en el campo –declaró hace poco- sería mi tumba”. La esfera de sus fobias alcanza a los viajes, que elude como si fuera un gato. Las últimas vacaciones importantes que se tomó datan de fines de 1979, cuando después de largos conciliábulos con un analista de apoyo (ha dejado al de cabecera después de quince años de terapia), tomó la decisión extrema de cruzar el Atlántico para visitar París. En la ocasión, advirtió a sus amigos que permanecería allí una semana previendo fuertes ataques de nostalgia por Nueva York. Alcanzó a soportar su extranjeridad veinte días, lo cual muchos entendieron como un saludable exceso y acaso el umbral de un cambio en la mísera red de pequeños males y recurrentes manías que fatigan su espíritu.

Vino de todos modos hablando maravillas de París, pero cuando tocó Manhattan poco faltó para que se echara de bruces, a la manera del Papa Juan Pablo, para besar tierra. Decir que Woody Allen ama Nueva York sería una cómoda e imperfecta simplificación. Un devoto teñido de fanatismo es más, que un amante. De esta última condición guarda sin embargo la prerrogativa del odio, el ácido discurso de la crítica y la fidelidad supina.




La fealdad como seducción

El verdadero nombre de Woody Allen evoca el gusto plebeyo de una lata de cerveza: Konigsberg. Allan Stewart Konigsberg. Alumno errático en el secundario, rabonero, empezó a escribir chistes para la televisión cuando tenía dieciséis años. A los pocos meses ganaba más plata que su padre, un hombre orquesta marcado por la depresión de los años 30. Embutido en jeans, luciendo camisetas violetas y camperas gastadas, el joven y pecoso Konigsberg cruzo el puente de Brooklyn y se instaló para siempre entre las torres de Manhattan.  Dueño por naturaleza de una fachada anodina y destinado, por diseño corporal e indefinidos contornos fisiognómicas, al mostrador alcanforado de una farmacia de barrio, este improbable rey de la cerveza en lata remontó, sin embargo, esas desgracias hasta la cumbre que lo convirtió en Woody Allen, Con lo cual pudo, al menos, demostrar dos cosas. La primera, que la fatalidad es menos consecuencia irremediable del destino que de su aceptación pasiva. Y la segunda, que la propuesta fanfarrona, y bastante atroz, de Charles Atlas –el alfeñique que devino coloso- puede ser un modelo eficaz, inclusive si se deja de lado la desopilante cuestión de los músculos.

Maravillosamente dotado para la réplica ingeniosa, Woody Allen supo desde el principio montar su artillería en el viejo y sólido bastión del chiste callejero norteamericano, una especialidad con antecedentes tan notables como el de Bob Hope, entre otras notoriedades menos famosas, a la que agregó la pimienta metafísica del chiste judío. Con esta carga básicamente verbal, atacó Broadway, minó la televisión, fatigó los teatros de varieté y accedió, por fin, al reino luciferino del cine.

Y es en el cine, una pasión que lo abarca sin fisuras de escape, donde aparece la seducción del feo, la rica gama del cómico que, al balancear su experiencia entre la tradición de Chaplin y Buster Keaton, elige la cruzada romántica del primero, para la cual su feroz melancolía de siempre lo había venido preparando como la novia ante la noche de boda.

Días pasados, la periodista Catherine David de “Le Nouvel Observateur”, lo entrevisto en su dúplex de la Quinta Avenida cuando se encontraba aplicando las últimas puntadas a su película “La rosa purpura de El Cairo” (The purple rose of Cairo). Allen contó a la David que la risa es siempre irremediable, aunque hay cosas que le interesan bastante más, y esas cosas son las emociones y las ideas que lo anegan cuando ve “Ladrones de bicicletas” o “La gran ilusión”.

En ese mismo reportaje explicó que en el principio de su carrera y todo a lo largo de los años 60, él hacia películas con la sola ambición de hacer reír. Pero más tarde, en el momento de actuar en aquella encantadora comedia que se llamó “Sueños de seductor” (Play it again, Sam) y, definitivamente, a partir de “Dos extraños amantes” (Annie Hall) –deslumbrante actuación de la actriz Diane Keaton- el pequeño genio feúcho e hipocondriaco libera el elemento erótico y perdidamente romántico que hará las delicias de cientos de miles de espectadores en todo el mundo.

Dicen que el éxito consiste en provocar en los otros reflejos de identidad imprevistos, develando sueños y tramas imaginarias que laten en cada uno como una potencia básica, pero que no encuentran fácil expresión hasta que el artista los suscita. La fórmula de Woody Allen se probó arrasadora: su personaje –él mismo, a fin de cuentas- evoca al perdedor que hay todos nosotros, y es este loser que pasa a la escena bajo los focos de la fama quien, si bien perderá la banca, ganará seguramente a la muchacha. Pero el detalle diferente, aquello que hace que su peripecia sea perversamente moderna y seductora según los trajinados cánones de nuestros días, es que el pequeño héroe es un intelectual desfalleciente de pequeñas mentiras y abrumado por el peso de su conciencia. No ignora que es un fracaso, un raté, y sin embargo no deja de bregar por un objetivo que sabe frágil, sobre todo efímero, y al mismo tiempo irremplazable. Exactamente como él mismo.

Tres imágenes de Broadway Danny Rose

Pizza y Neurosis

Hace unos años, cuando terminaba de estrenarse “Manhattan” y la fresca adolescente Mariel Hemingway lo flechó de lado a lado, al menos por un tiempo. Woody Allen confesó a un redactor de la revista “Time” que la muerte era la obsesión que estaba detrás de todo lo que hacía, de todo lo que sentía. “Mis verdaderas preocupaciones –dijo esa vez- son religiosas, ya que tienen que ver con el sentido de la vida y con la futilidad de obtener la inmortalidad gracias al arte”.

Añadió también que lo aquejaba el hecho de no saber qué hacer para llevar una vida decente en medio de “la arrasadora porquería que constituye la cultura moderna: todo cuanto quiero es no liquidar mi vida por dos centavos, no estropearme como se estropea la gente a mi alrededor, pero, en el fondo ¿Cómo saber si no estamos ya definitivamente estropeados?”.

Para defenderse en parte de estos estragos se confía al arte, al propio y al ajeno. Más de una vez ha dicho, y lo repite en el final de la película “Manhattan”, que la vida vale la pena por un número limitado de cosas estimulantes. La lista va del segundo movimiento de la Sinfonía Júpiter, de Mozart, hasta todo el cine de Bergman, pasando por las naturalezas muertas de Cézanne, dos piezas magistrales de Louis Armstrong y el libro “La educación sentimental”, de Flaubert.

Sus amigos más próximos, con los que cena invariablemente en Elaine’s, un simpático rincón del East End que él mismo puso de moda, han hecho saber que estas preferencias y algunas otras, excepcionalmente más vulgares y sencillas, son en Woody Allen los límites fóbicos en los que se mueve su universo de simpatías. Su colaborador, co-guionista y amigo, Marshall Brickman, denuncia la preferencia absurda e invariable que Woody Allen tiene por la pizza de mozzarella simple: “Para mí –contó a Time- nada mejor que una pizza completa, con ajo, morrones y orégano, de modo que cada vez que ordenamos nuestras respectivas porciones yo siento que él, con su pedido, señala ásperamente mi exceso. Inclusive es posible que haga un gesto despectivo”. Según Brickman, Allen sostiene que la simple pizza de mozzarella tiene el valor de los gustos clásicos: “Me encamino –le ha dicho- hacia una escritura cinematográfica tan clásica como la misma pizza”.

Brickman considera que estas excentricidades no lo son en absoluto: Allen podría, por ejemplo, disponer de un guardarropa abundante y suntuoso –tiene dinero suficiente como para hacerlo-, pero ha optado por todo lo contrario: en sus cajones se eternizan las mismas camisas escocesas de siempre, los sacos y camperas gastados, los jeans abultados en las rodillas y las zapatillas de tenis.
El mismo ha dicho en no pocas oportunidades que uno de los rasgos de este tiempo es lanzarse a las novedades de cualquier tipo debido a una autentica incapacidad para disfrutar de las cosas. Se sabe que el título original de “Annie Hall” era “Anhedonia”, un término psicoanalítico que significa “incapaz de experimentar placer”.
Allen encuentra, en todo caso, algún sustituto de ese bien esquivo denunciando lo que él denomina “la basura cultural que nos rodea y aplasta” y tratando, denodadamente, de exaltar en medio de ella a las figuras desvalidas que somos, a la larga, cada uno de nosotros. Ese acto –secretamente heroico- gratifica a cientos de miles de personas, volviéndolas acaso capaces de experimentar placer. No mucho más puede exigírsele a un verdadero artista.



Fuente: Revista El periodista de Buenos Aires, número 14, 15 al 21 de Septiembre de 1984.