Polémica. La
denuncia por abuso de la hija adoptiva de Woody Allen provocó un debate sin fin
sobre las obras y autores acusados de maltratar a sus hijos.
Por Andres Hax
La hija adoptiva de
Woody Allen y Mia Farrow publicó una larga carta en un blog de
The New York Times alegando que fue
abusada sexualmente por el cineasta, El relato de Dylan Farrow ocurrió en 1992 cuando era una niña de ocho. En un
placard del altillo, según cuenta el escalofriante relato, Woody la asaltó
sexualmente mientras le hablaba con suavidad y le prometía llevarla a París y
convertirla en estrella en una de sus películas.
Se trata de un caso más complejo de lo que
aparenta. Legalmente, Woody Allen fue absuelto por la investigación que se hizo
en su momento y ahora mismo no está bajo sospecha legal. A los ojos de la ley,
no es sospechoso. Sin embargo, es una verdad documentada (según una nota en Vanity
Fair titulada 10 Undeniable Facts About the Woody
Allen Sexual-Abuse Allegation ) que Woody había
estado en terapia por su comportamiento inapropiado con su hija adoptiva. Además,
el juez en el caso original dijo que la actitud de Allen hacia Dylan era
“grotescamente inapropiada y que se tenían que tomar medidas para protegerla.”
Allen, se sabe, salió a declarar su inocencia caracterizando la historia de su
hija adoptiva como una fabricación de su ex pareja Mia Farrow. Otro hijo
adoptivo de Allen y Farrow, Moses Allen, ha tomado la partida de su padre. El
único hijo natural de Allen-Farrow, Ronan Seamus Farrow, está al lado de su
madre.
La familia en cuestión es digna de una tragedia
clásica. Tendríamos que resucitar a Sófocles para escribirla –también a Sigmund
Freud. Woody Allen está casado con una mujer 35 años menor que él, la que fue,
además, la hija adoptiva de Mia Farrow y el músico y compositor, Andre Previn.
Woody y Soon-Yi tienen dos hijos adoptivos a su vez.
Se lo mire por donde se lo mire, en el peor de los
casos se abre la posibilidad de incesto de padre a hija adoptiva (abuso de una
menor agravado por el vínculo); en el mejor escenario, se trata de un desmadre
doméstico, un embrollo de parentescos transgredidos.
Fíjense en el árbol genealógico y político. Ronan
es el sobrino de Soon-Yi y, a la vez, su hermano. Woody Allen, al haber sido el
padrastro (político) de Soon-Yi, es tanto el padre como el abuelo de sus hijos.
Por su lado, en total, Mia Farrow tiene 15 hijos, cuatro biológicos: todo un
clan. Entre los hijos naturales, el parentesco de uno está en duda. En 2013, en una entrevista con Vanity Fair
, cuando le preguntaron directamente si Ronan era el hijo de Frank Sinatra, Mia
contestó: “posiblemente”.
En todo caso, tras la carta de Dylan en The New
York Times (publicada por un periodista amigo de Mia), arrancó un debate
mediático acerca de las películas de Woody Allen en vísperas del Oscar.
¿Podemos seguir viéndolas con la conciencia limpia? ¿La moral de un artista
importa? ¿O hasta qué punto? ¿Es más sencillo soslayar el fascismo y las
posiciones antipatrióticas de Ezra Pound, el antisemitismo de T. S. Eliot o el
colaboracionismo de Heidegger? ¿El incesto no constituye en sí otra categoría
aparte?
En defensa de Woody Allen, la prolífica novelista
Joyce Carol Oates tuiteó el 8 de febrero: “Aunque Woody Allen ha sido muy
denunciado, seguramente muchos de sus denunciantes tienen gran admiración por
Lolita. ¿No es contradictorio?” Previamente, había tuiteado: “La predilección
de hombres viejos (hasta ancianos) por mujeres jóvenes no es infrecuente en
otras culturas”. Ver La casa de bellas durmientes de Kawabata; y también
“lo que difiere en estas culturas es la norma legal/moral/ética de la sociedad:
en algunas se tolera, en otras es tabú”. Agrega Oates, además, que en la
cultura estadounidense las celebridades tienen licencia para cruzar el límite
del tabú. Aclara que condenar las películas de Allen castiga a otros –actores–
que nada tienen que ver con el caso.
La defensa más fuerte de Allen –y la explicación
más efectiva de la ambigüedad del caso– podría ser el timeline de Oates.
Evoca, por ejemplo, un caso de maestros acusados de pedofilia porque en su
momento se creyó, sin cuestionamiento, el testimonio de la supuesta víctima. Y
lo pone todo en perspectiva diciendo: “Ojalá hubiera tanto escándalo público
por crímenes de guerra, por criminales de guerra, que causaron muertes,
desfiguraciones de centenares de miles de vidas”.
En el nombre del padre
En el nombre del padre
En el debate mediático del affaire y toma de posición sobre este árbol genealógico excéntrico de Allen-Farrow, consideramos que se ha soslayado una pregunta central, que lo excede. ¿La práctica del arte en su más alto nivel de compromiso es incompatible con la buena paternidad? ¿Se puede ser un gran cineasta, pintor, novelista o poeta y quedar con un resto emocional –y de tiempo– como para criar hijos de una manera atenta y bondadosa?
A primera vista, la respuesta pareciera ser que no
es tan fácil. Si nos limitamos a la literatura podríamos confeccionar
rápidamente una lista de padres y madres negligentes, hasta malignos: Ernest
Hemingway, William Burroughs, John Cheever, Doris Lessing, Ted Hughes, Saul
Bellow, Philip Dick, James Joyce, J. D. Salinger, Norman Mailer, William Faulkner,
León Tolstoi, Charles Dickens...
Seguramente hay lectores en desacuerdo con uno o
dos de los nombres de la lista. El tema es largamente discutible y además, es
histórico, cambia a través del tiempo. ¿Doris Lessing fue una mala madre por
abandonar a dos hijos en Sudáfrica y dejarlos con el padre, para ir a Londres y
comenzar una nueva vida fuera de las restricciones machistas de su época y su
país? ¿Carlos Fuentes –supuestamente, un padre abandónico de tres hijos– es
responsable de la muerte dramática de su hija? Su cuerpo fue encontrado debajo
de un puente, estaba embarazada de ocho meses de una criatura y era una adicta
severa. ¿William Burroughs hizo bien o mal en dejar a su hijo con los abuelos,
tras matar accidentalmente a su esposa? ¿Pablo Neruda es un cretino por haber
abandonado, literalmente, a su única hija, que nació con macrocefalia y a quien
ni siquiera solventó en sus necesidades básicas? ¿O Arthur Miller, que hizo lo
mismo con su hijo con síndrome de Down, internándolo de por vida en un asilo y
a quien no menciona ni siquiera en su larguísima autobiografía? ¿Cuánta
responsabilidad tiene Ted Hughes en los suicidios de sus dos esposas? Y la
primera, Sylvia Plath, ¿fue una mala madre por suicidarse una fría madrugada
londinense tras servirles la leche a sus hijos que aún dormían en sus camas?
Sin embargo, acaso habría que acotar más la muestra
y justificar a los elegidos para responder a la pregunta con mayor precisión.
Quizá habría que encontrar una forma de atacar la pregunta –¿El arte es incompatible
con la paternidad?– rigurosamente.
Una posibilidad es circunscribirnos a ese robusto
género literario que combina biografía, psicología y autoconfesión. Me refiero
a las memorias escritas por los hijos e hijas de grandes escritores. Una
bibliografía inicial, pero suficiente como para armar un buen seminario,
debería incluir: la muy reciente Saul Bellow’s heart (2013) de Greg
Bellow, Papa: a personal memoir (1976) de Gregory Hemingway; Home
before dark (1974) de Susan Cheever; My father is a book (2006) de
Janna Malamud Smith; Dream catcher (2001) de Margaret A. Salinger; Correr
el túpido velo (2010) de Pilar Donoso; Reading my father (2011) de
Alexandra Styron; Townie (2011) de Andre Dubus III.
Hay una imagen que se repite en todas estas
memorias y es la de la puerta cerrada. Greg, el hijo de Bellow, escribe: “La
puerta de su estudio estaba firmemente cerrada todas las mañanas, un signo de
la barrera que Saul erigió entre la escritura y la vida”. Alexandra, la hija
del novelista William Styron escribe en su libro que la oficina donde escribía
su padre era sacrosanta y allí no se podía entrar de ninguna manera. Sobre ella
había un letrero de una sola palabla: Verboten (prohibido en alemán).
La puerta cerrada es una realidad y también un
emblema del artista como madre o padre. La primera condición necesaria para
escribir una obra es tiempo. Océanos de tiempo. Es famosa la anécdota de
Gabriel García Márquez quien, al ocurrirsele la idea para Cien años de
soledad , le dijo a su esposa que se ocupara de mantenerlo abastecido de
cigarrillos y whisky hasta que saliera de su cuarto con la obra escrita. Entró
y cerró la puerta. Se demoró más de un año en salir.
Hay una anécdota al comienzo de la memoria de la
hija de Styron. Era una infante, de dos o tres años, y sus hermanos la dejaron
sola por un rato en la cocina. Cuando volvieron, descubrieron que se había
caído por las escaleras del sótano y estaba en el piso con la cabeza seriamente
lastimada. Por no molestar a su padre, que estaba en plena composición de La
decisión de Sophie , esperaron dos horas a la madre, para llevar al médico
a la niña, en grave estado.
Arte y responsabilidad
Aunque el nivel de abuso o negligencia de los padres, sujetos de estas biografías, varía considerablemente, la clave está ejemplificada en la desafiante pregunta que Gregory, el hijo de Ernest Hemingway, le hace a su padre: “¿Cuándo al fin todo está sumado, papá, la cuenta será así: escribió unos cuantos cuentos buenos, tuvo una manera novedosa de encarar la realidad, y habrá destruido a cinco personas –Hadley, Pauline, Marty, Patrick y posiblemente a mí mismo? (La lista son los cuatro hijos del escritor, más su tercera esposa, Martha Gelhorn). ¿Qué consideras que es más importante? Tu mierda egocéntrica, los cuentos o las personas?” Se nos agrega otra pregunta existencial para analizar este problema: ¿una obra brillante vale más que la felicidad de una persona? Un ejemplo concreto: la novela y los cuentos de Salinger han hecho a millones de personas profundamente felices. En una hipotética balanza moral, ¿eso pesará más o menos que la infancia miserable de su hija?
Sería incorrecto afirmar que este conjunto de
memorias son categórica y exclusivamente despectivas hacia los padres
involucrados. Lo que se aprende leyéndolas es el nivel de sacrificio necesario
para lograr una obra brillante, o para intentar estar entre la primera fila de
los creadores. Lleva mucho, mucho tiempo escribir (o hacer cine o matemática o
poesía) y requiere una enorme concentración. Es un trabajo solitario, alejado
de las rutinas de un oficinista, que puede sobrevivir a la jornada laboral por
un esquema que comparte con otras compañeros y que, a cierta hora está liberado
de la obligación diaria. Se corre el riesgo de no cumplir con expectativas
propias y de terceros porque no hay garantía de que el capital de tiempo, solo
en un cuarto, redundará en un producto que justifique el sacrificio. Esto
aparece muchas veces en las memorias de los hijos.
También muchas veces se vislumbra un gesto de
rechazo a la familia que viene, irónicamente, desde el amor. En su memoria
sobre William Styron, Alexandra cuenta una carta que el novelista Irwin Shaw le
escribió a su amigo para felicitarlo por el nacimiento de su primer hijo:
“Aprende de mí y no te intereses demasiado en tu hijo. Desde que nació el mío
apenas he escrito una palabra, ya que es mucho más interesante mirar todas las
sutiles y complejas corrientes que fluyen de un ser humano complejo, que
batallar con el material inerte y chato del arte. Préstale atención en dosis
medidas a la criatura, por el bien de tu carrera”.
Una cosa más sobre las memorias de los hijos de los
escritores: no son libros excepcionalmente buenos. En si mismos no suben a la
categoría de Literatura. Son intrigantes por sus contenidos y por lo que puden
aportar sobre la comprensión de los procesos creativos. Pero pasa algo
fascinante entre líneas. El sujeto –hijo o hija– al enfrentarse con el problema
de escribir un libro, entra en el problema básico de su padre y comienza a
aprender, de primera mano, las dificultades reales que implicaba su vocación.
Allí, invariablemente, nace el perdón o una aproximación al perdón. Sí, sus
infancias fueron complejas, pero al fin, sus padres dejaron algo. La mayor
parte de la humanidad ha tenido pésimas infancias y, llegados a la adultez,
han comprobado que sus padres dejaron una obra. La excepción es Pilar, la hija
adoptiva del chileno Donoso. En la dedicatoria de su libro confiesa: “Escribir
este libro tuvo grandes consecuencias para mí, pérdidas irreparables y,
seguramente, habrá más...” Pilar se suicidó, dejando atrás a tres hijos.
William Faukner, en su entrevista con The Paris Review
en 1956, dijo: “La única responsabilidad del artista es su arte. El será
completamente despiadado si es uno bueno. Tiene un sueño. Le angustia tanto que
se tiene que deshacer de él. Hasta entonces no tiene paz. Todo queda relegado:
honor, orgullo, decencia, seguridad, felicidad, todo, para lograr que el libro
se escriba. Si un escritor tiene que robarle a su madre, no dudará. Un poema de
Keats vale cualquier cantidad de viejas.”
Extraído de Revista "Ñ".