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Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de El Revisionista, Series de antología, y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

lunes, 3 de abril de 2017

¿Importa la moral del autor?





Polémica. La denuncia por abuso de la hija adoptiva de Woody Allen provocó un debate sin fin sobre las obras y autores acusados de maltratar a sus hijos.

Por Andres Hax

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La hija adoptiva de Woody Allen y Mia Farrow publicó una larga carta en un blog de The New York Times alegando que fue abusada sexualmente por el cineasta,  El relato de Dylan Farrow  ocurrió en 1992 cuando era una niña de ocho. En un placard del altillo, según cuenta el escalofriante relato, Woody la asaltó sexualmente mientras le hablaba con suavidad y le prometía llevarla a París y convertirla en estrella en una de sus películas. 


Se trata de un caso más complejo de lo que aparenta. Legalmente, Woody Allen fue absuelto por la investigación que se hizo en su momento y ahora mismo no está bajo sospecha legal. A los ojos de la ley, no es sospechoso. Sin embargo, es una verdad documentada (según una nota en Vanity Fair titulada 10 Undeniable Facts About the Woody Allen Sexual-Abuse Allegation ) que Woody había estado en terapia por su comportamiento inapropiado con su hija adoptiva. Además, el juez en el caso original dijo que la actitud de Allen hacia Dylan era “grotescamente inapropiada y que se tenían que tomar medidas para protegerla.” Allen, se sabe, salió a declarar su inocencia caracterizando la historia de su hija adoptiva como una fabricación de su ex pareja Mia Farrow. Otro hijo adoptivo de Allen y Farrow, Moses Allen, ha tomado la partida de su padre. El único hijo natural de Allen-Farrow, Ronan Seamus Farrow, está al lado de su madre.

La familia en cuestión es digna de una tragedia clásica. Tendríamos que resucitar a Sófocles para escribirla –también a Sigmund Freud. Woody Allen está casado con una mujer 35 años menor que él, la que fue, además, la hija adoptiva de Mia Farrow y el músico y compositor, Andre Previn. Woody y Soon-Yi tienen dos hijos adoptivos a su vez.

Se lo mire por donde se lo mire, en el peor de los casos se abre la posibilidad de incesto de padre a hija adoptiva (abuso de una menor agravado por el vínculo); en el mejor escenario, se trata de un desmadre doméstico, un embrollo de parentescos transgredidos.

Fíjense en el árbol genealógico y político. Ronan es el sobrino de Soon-Yi y, a la vez, su hermano. Woody Allen, al haber sido el padrastro (político) de Soon-Yi, es tanto el padre como el abuelo de sus hijos. Por su lado, en total, Mia Farrow tiene 15 hijos, cuatro biológicos: todo un clan. Entre los hijos naturales, el parentesco de uno está en duda. En 2013, en una entrevista con Vanity Fair , cuando le preguntaron directamente si Ronan era el hijo de Frank Sinatra, Mia contestó: “posiblemente”.

En todo caso, tras la carta de Dylan en The New York Times (publicada por un periodista amigo de Mia), arrancó un debate mediático acerca de las películas de Woody Allen en vísperas del Oscar. ¿Podemos seguir viéndolas con la conciencia limpia? ¿La moral de un artista importa? ¿O hasta qué punto? ¿Es más sencillo soslayar el fascismo y las posiciones antipatrióticas de Ezra Pound, el antisemitismo de T. S. Eliot o el colaboracionismo de Heidegger? ¿El incesto no constituye en sí otra categoría aparte?

En defensa de Woody Allen, la prolífica novelista Joyce Carol Oates tuiteó el 8 de febrero: “Aunque Woody Allen ha sido muy denunciado, seguramente muchos de sus denunciantes tienen gran admiración por Lolita. ¿No es contradictorio?” Previamente, había tuiteado: “La predilección de hombres viejos (hasta ancianos) por mujeres jóvenes no es infrecuente en otras culturas”. Ver La casa de bellas durmientes de Kawabata; y también “lo que difiere en estas culturas es la norma legal/moral/ética de la sociedad: en algunas se tolera, en otras es tabú”. Agrega Oates, además, que en la cultura estadounidense las celebridades tienen licencia para cruzar el límite del tabú. Aclara que condenar las películas de Allen castiga a otros –actores– que nada tienen que ver con el caso.

La defensa más fuerte de Allen –y la explicación más efectiva de la ambigüedad del caso– podría ser el timeline de Oates. Evoca, por ejemplo, un caso de maestros acusados de pedofilia porque en su momento se creyó, sin cuestionamiento, el testimonio de la supuesta víctima. Y lo pone todo en perspectiva diciendo: “Ojalá hubiera tanto escándalo público por crímenes de guerra, por criminales de guerra, que causaron muertes, desfiguraciones de centenares de miles de vidas”.


En el nombre del padre

En el debate mediático del affaire y toma de posición sobre este árbol genealógico excéntrico de Allen-Farrow, consideramos que se ha soslayado una pregunta central, que lo excede. ¿La práctica del arte en su más alto nivel de compromiso es incompatible con la buena paternidad? ¿Se puede ser un gran cineasta, pintor, novelista o poeta y quedar con un resto emocional –y de tiempo– como para criar hijos de una manera atenta y bondadosa?

A primera vista, la respuesta pareciera ser que no es tan fácil. Si nos limitamos a la literatura podríamos confeccionar rápidamente una lista de padres y madres negligentes, hasta malignos: Ernest Hemingway, William Burroughs, John Cheever, Doris Lessing, Ted Hughes, Saul Bellow, Philip Dick, James Joyce, J. D. Salinger, Norman Mailer, William Faulkner, León Tolstoi, Charles Dickens...

Seguramente hay lectores en desacuerdo con uno o dos de los nombres de la lista. El tema es largamente discutible y además, es histórico, cambia a través del tiempo. ¿Doris Lessing fue una mala madre por abandonar a dos hijos en Sudáfrica y dejarlos con el padre, para ir a Londres y comenzar una nueva vida fuera de las restricciones machistas de su época y su país? ¿Carlos Fuentes –supuestamente, un padre abandónico de tres hijos– es responsable de la muerte dramática de su hija? Su cuerpo fue encontrado debajo de un puente, estaba embarazada de ocho meses de una criatura y era una adicta severa. ¿William Burroughs hizo bien o mal en dejar a su hijo con los abuelos, tras matar accidentalmente a su esposa? ¿Pablo Neruda es un cretino por haber abandonado, literalmente, a su única hija, que nació con macrocefalia y a quien ni siquiera solventó en sus necesidades básicas? ¿O Arthur Miller, que hizo lo mismo con su hijo con síndrome de Down, internándolo de por vida en un asilo y a quien no menciona ni siquiera en su larguísima autobiografía? ¿Cuánta responsabilidad tiene Ted Hughes en los suicidios de sus dos esposas? Y la primera, Sylvia Plath, ¿fue una mala madre por suicidarse una fría madrugada londinense tras servirles la leche a sus hijos que aún dormían en sus camas?

Sin embargo, acaso habría que acotar más la muestra y justificar a los elegidos para responder a la pregunta con mayor precisión. Quizá habría que encontrar una forma de atacar la pregunta –¿El arte es incompatible con la paternidad?– rigurosamente.

Una posibilidad es circunscribirnos a ese robusto género literario que combina biografía, psicología y autoconfesión. Me refiero a las memorias escritas por los hijos e hijas de grandes escritores. Una bibliografía inicial, pero suficiente como para armar un buen seminario, debería incluir: la muy reciente Saul Bellow’s heart (2013) de Greg Bellow, Papa: a personal memoir (1976) de Gregory Hemingway; Home before dark (1974) de Susan Cheever; My father is a book (2006) de Janna Malamud Smith; Dream catcher (2001) de Margaret A. Salinger; Correr el túpido velo (2010) de Pilar Donoso; Reading my father (2011) de Alexandra Styron; Townie (2011) de Andre Dubus III.

Hay una imagen que se repite en todas estas memorias y es la de la puerta cerrada. Greg, el hijo de Bellow, escribe: “La puerta de su estudio estaba firmemente cerrada todas las mañanas, un signo de la barrera que Saul erigió entre la escritura y la vida”. Alexandra, la hija del novelista William Styron escribe en su libro que la oficina donde escribía su padre era sacrosanta y allí no se podía entrar de ninguna manera. Sobre ella había un letrero de una sola palabla: Verboten (prohibido en alemán).

La puerta cerrada es una realidad y también un emblema del artista como madre o padre. La primera condición necesaria para escribir una obra es tiempo. Océanos de tiempo. Es famosa la anécdota de Gabriel García Márquez quien, al ocurrirsele la idea para Cien años de soledad , le dijo a su esposa que se ocupara de mantenerlo abastecido de cigarrillos y whisky hasta que saliera de su cuarto con la obra escrita. Entró y cerró la puerta. Se demoró más de un año en salir.

Hay una anécdota al comienzo de la memoria de la hija de Styron. Era una infante, de dos o tres años, y sus hermanos la dejaron sola por un rato en la cocina. Cuando volvieron, descubrieron que se había caído por las escaleras del sótano y estaba en el piso con la cabeza seriamente lastimada. Por no molestar a su padre, que estaba en plena composición de La decisión de Sophie , esperaron dos horas a la madre, para llevar al médico a la niña, en grave estado. 


Arte y responsabilidad

Aunque el nivel de abuso o negligencia de los padres, sujetos de estas biografías, varía considerablemente, la clave está ejemplificada en la desafiante pregunta que Gregory, el hijo de Ernest Hemingway, le hace a su padre: “¿Cuándo al fin todo está sumado, papá, la cuenta será así: escribió unos cuantos cuentos buenos, tuvo una manera novedosa de encarar la realidad, y habrá destruido a cinco personas –Hadley, Pauline, Marty, Patrick y posiblemente a mí mismo? (La lista son los cuatro hijos del escritor, más su tercera esposa, Martha Gelhorn). ¿Qué consideras que es más importante? Tu mierda egocéntrica, los cuentos o las personas?” Se nos agrega otra pregunta existencial para analizar este problema: ¿una obra brillante vale más que la felicidad de una persona? Un ejemplo concreto: la novela y los cuentos de Salinger han hecho a millones de personas profundamente felices. En una hipotética balanza moral, ¿eso pesará más o menos que la infancia miserable de su hija?

Sería incorrecto afirmar que este conjunto de memorias son categórica y exclusivamente despectivas hacia los padres involucrados. Lo que se aprende leyéndolas es el nivel de sacrificio necesario para lograr una obra brillante, o para intentar estar entre la primera fila de los creadores. Lleva mucho, mucho tiempo escribir (o hacer cine o matemática o poesía) y requiere una enorme concentración. Es un trabajo solitario, alejado de las rutinas de un oficinista, que puede sobrevivir a la jornada laboral por un esquema que comparte con otras compañeros y que, a cierta hora está liberado de la obligación diaria. Se corre el riesgo de no cumplir con expectativas propias y de terceros porque no hay garantía de que el capital de tiempo, solo en un cuarto, redundará en un producto que justifique el sacrificio. Esto aparece muchas veces en las memorias de los hijos.

También muchas veces se vislumbra un gesto de rechazo a la familia que viene, irónicamente, desde el amor. En su memoria sobre William Styron, Alexandra cuenta una carta que el novelista Irwin Shaw le escribió a su amigo para felicitarlo por el nacimiento de su primer hijo: “Aprende de mí y no te intereses demasiado en tu hijo. Desde que nació el mío apenas he escrito una palabra, ya que es mucho más interesante mirar todas las sutiles y complejas corrientes que fluyen de un ser humano complejo, que batallar con el material inerte y chato del arte. Préstale atención en dosis medidas a la criatura, por el bien de tu carrera”.

Una cosa más sobre las memorias de los hijos de los escritores: no son libros excepcionalmente buenos. En si mismos no suben a la categoría de Literatura. Son intrigantes por sus contenidos y por lo que puden aportar sobre la comprensión de los procesos creativos. Pero pasa algo fascinante entre líneas. El sujeto –hijo o hija– al enfrentarse con el problema de escribir un libro, entra en el problema básico de su padre y comienza a aprender, de primera mano, las dificultades reales que implicaba su vocación. Allí, invariablemente, nace el perdón o una aproximación al perdón. Sí, sus infancias fueron complejas, pero al fin, sus padres dejaron algo. La mayor parte de la humanidad ha tenido pésimas infancias y, llegados a la adultez, han comprobado que sus padres dejaron una obra. La excepción es Pilar, la hija adoptiva del chileno Donoso. En la dedicatoria de su libro confiesa: “Escribir este libro tuvo grandes consecuencias para mí, pérdidas irreparables y, seguramente, habrá más...” Pilar se suicidó, dejando atrás a tres hijos.

William Faukner, en su entrevista con The Paris Review en 1956, dijo: “La única responsabilidad del artista es su arte. El será completamente despiadado si es uno bueno. Tiene un sueño. Le angustia tanto que se tiene que deshacer de él. Hasta entonces no tiene paz. Todo queda relegado: honor, orgullo, decencia, seguridad, felicidad, todo, para lograr que el libro se escriba. Si un escritor tiene que robarle a su madre, no dudará. Un poema de Keats vale cualquier cantidad de viejas.”

Extraído de Revista "Ñ".