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Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de El Revisionista, Series de antología, y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

miércoles, 24 de abril de 2013

La vida entre Europa y Estados Unidos.


EXCLUSIVO WOODY ALLEN HABLA DE SU NUEVA PELICULA, “SCOOP”.

“Conseguí lo que soñé, ser un cineasta europeo”

El film protagonizado por Scarlett Johansson y Hugh Jackman es un retorno a la comedia disparatada, con un periodista que le hace una gambeta y el mismo Allen encarnando a un mago. Con sus 70 años, el legendario director parece cómodo tras romper con el mundo de Hollywood. Y aunque vuelve a caminar las calles de Manhattan, no duda en ver un panorama sombrío en su país: “Esta administración es una de las peores en la historia de EE.UU.”



Por Jesús Ruíz Mantilla *

Tenía que haber sido boticario: eso le decían sus padres. Una buena farmacia allí en Brooklyn, donde el muchacho, con ese aspecto enfermizo, dispensara medicinas, vendas y cepillos de dientes para todo el barrio sin meterse en líos. Pero su vida estuvo permanentemente desenfocada. Se empeñó en ser artista y de culto, se le metió en la cabeza escribir historias raras y jugar con los tabúes como quien hace malabares, cambiarse el nombre y elegir uno más en concordancia con su espíritu de clown que de rabino. Así fue como Allen Stewart Konigsberg pasó a ser Woody Allen, el icono que en lugar de calmar los males los evidencia, si no con un ataque de hipocondría histérico, desnudando las vergüenzas con retratos descarnados de la especie, con ese sistema milimétrico de trabajo que tiene y que alterna magistralmente el drama y la tragedia con su don innato para la comedia.

Por eso y, según el jurado, “por ser un hombre clave en el último tercio de la historia del cine, y porque su ejemplar independencia y su agudo sentido crítico lo perfilan como un ciudadano del mundo anclado en Nueva York”, fue por lo que le dieron un Príncipe de Asturias de las Artes hace ya cuatro años, en 2002, un premio que él recogió como perdido en uno de sus sueños. “Cuando me lo dijeron, yo creía que había sido un error de algún funcionario. Y cuando fui y me vi rodeado de toda esa gente, de Daniel Barenboim y Edward Said; de Arthur Miller, que lo recogió el mismo año que yo; de los científicos, los médicos, pensé que en cualquier momento aparecería alguien para aclarar que lo mío había sido un error. Pero nadie se dio cuenta”, asegura.



No sabe cuál será su próximo guión. Está deshojando la margarita entre dos historias ya escritas. Lo que sí sabe es que su próxima película la rodará en Barcelona. “Será con dos estrellas norteamericanas y otros dos actores españoles, aunque no elegimos todavía”, cuenta Allen. “Habrá que ver quién está libre para esas fechas”, dice, lamentándose, como si fuera el último de la fila de los castings cuando hay varias estrellas que darían un brazo por trabajar con él. Lo cuenta en la sala de proyección de su estudio en Manhattan, el mismo sitio donde vio todas esas películas rodeado de sus vinilos de jazz y otros géneros, que guarda como tesoros. Dos asistentes lo ayudan en ese escondrijo inadvertido en mitad del centro del mundo. Es el lugar donde ultima los detalles de preproducción de su nueva película, donde monta su última obra rodada en Londres, El sueño de Cassandra, mientras todavía medio mundo no vio Scoop, la comedia disparatada que sigue a Match point, esa obra maestra digna de un alumno aventajado de Shakespeare. “En las tragedias Shakespeare me parece genial, aunque en las comedias no me gusta tanto”, apunta Allen, que durante toda su vida se sintió preso por otro aspecto de su vida desenfocada que tiene que ver con ese dilema. “Me encanta la tragedia, y cuando se me ocurre alguna idea, la desarrollo y la hago; pero mi don natural es cómico”, confiesa.

Por ambos caminos, por el trágico y el cómico, Allen consiguió su sueño, aunque éste delate un aspecto más de su estado de traspié permanente: “Por fin soy un cineasta europeo”. Sus tres últimos títulos componen la etapa londinense. En Match point y en El sueño de Cassandra, desarrolló la tragedia de aroma shakespereano, mientras que en Scoop dio rienda suelta a su vena cómica para contar la historia de un periodista que hace un alto en el camino en su viaje al otro mundo y le hace una gambeta a la muerte para dar una exclusiva a una joven colega que debe aprovecharla. En la refrescante Scoop, todo un catálogo satírico sobre los tics británicos, vuelve a aparecer Allen como actor –interpretando a un mago– junto a la bellísima Scarlett Johansson y Hugh Jackman. La actriz, en pleno auge de su carrera, le tomó el gusto al estilo Allen y repite con el director después de su arrebatadora aparición en Match point. Ambos se entienden bien. “Quería hacer una comedia con Scarlett”, asegura el cineasta.


Y también le gustó filmar en Londres: “Rodamos allí en verano; no hay mucha gente, el clima es mucho más suave que en Manhattan, los actores ingleses son una maravilla...”. Fue una etapa cubierta por la necesidad, pero Allen no parece guardar rencor a nadie. “Sencillamente, en Estados Unidos no conseguía dinero para mis películas y me tuve que ir”, confiesa. Con ello consumó una de sus grandes traiciones: ¡Tres películas seguidas fuera de Manhattan! A quien se le hubiese ocurrido hace diez años lo habrían tachado de loco. Más cuando, en su etapa anterior, Allen había conquistado a los productores de Hollywood y se alió con Dreamworks para hacer Ladrones de medio pelo, La maldición del escorpión de jade y La mirada de los otros. Pero sólo tres asaltos aguantó Allen con los ejecutivos californianos. Aunque quien viera La mirada... comprendería fácilmente qué corte de mangas les hacía a los capos de la industria. Cuando se le pregunta, ríe maliciosamente. Pero aquella historia sobre un director de cine que se queda ciego mientras rueda una película representó el no va más con los grandes estudios. ¿Por qué? “Tuve mucha suerte cuando empecé a hacer cine. Me encontré con Arthur Crim y me lo dio todo, pero en los últimos años se produjo un cambio muy grande en la industria”, asegura Allen. “Las productoras descubrieron que pueden ganar 400 millones de dólares con una película. Que la estrenan un viernes, y un lunes ya tienen 50 millones en el bolsillo. Si pierden 100 millones con una, lo ganan con otra”, analiza el cineasta. “Conmigo no invertían más de 15 millones de dólares, pero querían saber todo.” Empezaron a meterse con diplomacia, pero antes de que se colaran hasta la cocina, el cineasta, un maniático de la libertad creativa, les paró los pies. “Me empezaron a decir que era un placer hacer películas conmigo, pero que por qué no les dejaba ver el guión, no los dejaba aconsejarme en el reparto...” No se esperaban la respuesta de Allen. “Me decían que no querían ser solamente un banco, y yo les contesté: ‘¡Pero si eso es lo que son! ¡Y lo hacen muy bien!’. Intenté convencerlos de que con eso me bastaba y que de todo lo creativo ya me ocupaba yo. Así que rompimos amistosamente.”

Antes de comenzar su etapa londinense, Allen hizo dos películas más con productores independientes en EE.UU. Melinda y Melinda fue una vuelta de tuerca en su carrera. La historia de dos mujeres idénticas, una muy feliz y otra tremendamente desgraciada, representaba un desnudo creativo arriesgado, un experimento del que está orgulloso y que presagiaba la obra posterior, Match point. Otra etapa, otro camino que además lo saca de donde no había salido en décadas. “Melinda y Melinda lleva dentro lo que para mí es una batalla creativa constante entre la comedia y la tragedia”, dice. Pero no es la única dicotomía que todavía no resolvió. Otra es su identidad. Quizá por eso, su fascinación va en aumento, porque a los 70 años sigue sin encontrar respuestas. “Decía que conseguí lo que soñé, ser un cineasta europeo. Pero yo me siento al tiempo muy norteamericano. Me gustan los Hermanos Marx, el béisbol, el básquet y el jazz.”Esa contradicción lo convierte en una especie de marciano que observa y retrata al género humano con precisión de rayo, a la altura de genios que él admira y persigue, como Fellini, Ingmar Bergman (en Scoop hay un homenaje a El séptimo sello, cuando un muerto quiere sobornar a la dama de la guadaña) o Luis Buñuel. “Los admiro porque su arte es universal. La gente es la gente, y puedes hacer Match point en Nueva York, en Londres y en París. Al fin y al cabo, las personas de hoy no son tan diferentes; sobre todo en las grandes ciudades, que tienen teatros, restaurantes, museos, donde viven a toda velocidad, son cosmopolitas, sofisticadas. Por eso intento que mis historias cuadren en todas partes.”Los grandes honores, los reconocimientos no alteran mucho la forma de vida tranquila que lleva Allen en Manhattan, esa isla que retrató como un pintor expresionista y un poeta, como un escritor y un psicoanalista con habilidades para las descripciones sutiles, convirtiendo su ciudad en un fetiche. Le cuesta vivir sin sus templos favoritos: “El Madison Square Garden donde voy a ver básquet, Central Park, el West Village (donde de joven se ganaba la vida como cómico en los bares), la avenida Madison...”. Sea como fuere, en Nueva York y fuera de allí, él siempre se sintió borroso, como el personaje de Robin Williams en Los secretos de Harry, fuera de lugar y como de otra época, fantasmal. “Todo el mundo desea haber vivido en otro tiempo y ser otra cosa de la que realmente es. Yo ahora pienso que hubiera sido un gran novelista en otro siglo”, dice, sin que parezca que le preocupe mucho.



Si triunfa en Europa no cautiva en EE.UU. Como él mismo dice en Wild man blues a sus padres cuando le insisten con que tenía que haber abierto una farmacia: “A lo mejor tienen razón y habría entrado más gente a la farmacia que a ver mis películas”. Pero lo tiene asumido y le resbala que alguien constate que vio Scoop en el único cine en que la exhiben en Nueva York, con sólo cinco personas entre las butacas. Su estilo no es de esta época tampoco. Su cine hay que verlo más de una vez. “Asumo que mis películas son muy densas. Tienen mucho diálogo, los personajes son neuróticos, las relaciones son muy complicadas”, afirma. Es algo que tuvo presente y lo marcó desde siempre, desde que pasó de sus hilarantes películas de gags, Robó, huyó y lo pescaron, Bananas, El dormilón o La última noche de Boris Grushenko, hasta la segunda etapa de su carrera, con Dos extraños amantes y Manhattan, junto a películas de sombra oscura como Interiores, Septiembre y La otra mujer, y aquellas en las que alcanza el clímax de su estilo, como en Hannah y sus hermanas o Maridos y esposas, para después renegar un poco de sí mismo y buscar algo más en la mezcla de géneros, algo en lo que fascina con Disparos sobre Broadway, la tiernísima Poderosa Afrodita, donde juega con el teatro griego, o la adaptación de su estilo al mundo del musical, en Todos dicen te quiero.

Allen se mueve por los alrededores de Park Avenue como una criatura sin rumbo. Baja con miedo a que alguien lo reconozca y tenga que despachar a sus fans en una situación incómoda. Aunque sabe que se encuentra a salvo de los cazadores de autógrafos. En la ciudad más cosmopolita de EE.UU. todo el mundo pasa inadvertido. Allí es donde se siente seguro, y de no ser porque a Soon Yi le encanta viajar, no se movería de Manhattan. Aunque esa vida nómada les dio a su cine y a su estilo cierto optimismo. “Si viajo y me muevo es por mi mujer. Lo hago por complacerla, disfruta, y yo ahora soy muy feliz también”, dice. A su forma positiva de ver las cosas no contribuye el gobierno de su país: “En eso soy muy pesimista. Esta administración es una de las peores en la historia de EE.UU., el liderazgo es tan pobre que no puedo imaginar algo peor”, afirma.La música también lo salva. “Viajé mucho también por las giras de nuestra banda en Europa. Ahora vamos a Nueva Orleans a tocar para las víctimas del Katrina.” Todos los lunes, la Eddy Daves New Orleans Jazz Band se reúne en el hotel Carlyle, en cuyo bar Woody y su grupo especializado en el sonido de Nueva Orleans –“el más puro, el más auténtico y el que más nos gusta”– tocan ragtime, música para desfiles y melodías del Mississippi, para un público selecto que tiene que pagar 90 dólares sólo por entrar, aparte de lo que coman o beban. Es el día grande del local: se dejan caer admiradores de todo el mundo que reservaron con mucha antelación. En este hotel de lujo, a todo aquel que llega sin reserva le piden en la barra la tarjeta de crédito, que queda automáticamente secuestrada por los camareros, por si las moscas. Hay fotógrafos de todo el mundo, parejas de recién casados y algunos americanos chics de esa clase media alta que él retrata tan bien en sus películas.


El público lo contempla a menos de seis o siete metros, la distancia máxima que puede haber entre el escenario y el fondo. Woody rara vez mira a la cara a sus fans durante la actuación; lleva el ritmo con las piernas cruzadas, y cuando no sopla el clarinete mira a un punto fijo en el suelo. A veces se anima a cantar, pero trata de esconderse entre la multitud, aunque quede a la vista de todo el mundo. Entra por la puerta de atrás, saca el instrumento y lo monta en la mesa que le tiene apartada su amigo John Doumanian, quien, junto con la hermana del artista, Letty Aronson, son dos de las personas de más confianza. Al terminar sus casi dos horas de actuación, Doumanian lo acompaña y trata de abrirse paso entre los admiradores. Todo muy sonriente y con excelentes formas, las mismas que despliega Allen en el vestíbulo del hotel, donde nadie se va sin un saludo, una foto, un autógrafo o una sonrisa tímida pero auténtica. Ahí es donde se comprueba por qué Woody sabe retratar tan bien a todos, con sus grandezas y miserias. Su actitud lo delata: simplemente le gusta hacer feliz a la gente, aunque para ello tenga muchas veces que recurrir a la tragedia y, de paso, desenfocar también un poco a todos.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.


Fuente: http://www.pagina12.com.ar/imprimir/diario/suplementos/espectaculos/5-4159-2006-10-15.html