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Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de El Revisionista, Series de antología, y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

lunes, 9 de septiembre de 2019

Yo estuve ahí...

...El día que Woody Allen no me invitó ni un vaso de agua.

Fue en Nueva York, en 1988, durante una entrevista que duró una hora. El cineasta bebió café -dos muy livianos- y comió un muffin. El autor de la nota no iba en busca de eso, claro, pero lo tomó como una incapacidad de Allen para ver que el otro también existe.

Woody Allen, con el autor de la nota. Nueva York, 1988


Por DANIEL ULANOVSKY SACK


Fue mi última carta manuscrita. No por romanticismo, confieso, sino por mera estrategia. Luego de recibir varias negativas a mi pedido de entrevista con Woody Allen decidí, en vez de enfrentarla, buscar a una aliada en la agente de prensa que lo representaba.

-No quiero quedarme con el “no”, lamenté en voz alta. ¿Qué me sugiere hacer?

-…

-¿Habrá alguna forma de que Mr. Allen revea la decisión?

-No… bueno, quizás una carta, murmuró.

Corría 1988 y sólo unos pocos contaban con impresoras de matriz de puntos (esas que hacen yiiiiii). Pero no me convencía buscar una, en Nueva York seguro ya eran moneda corriente. Y la máquina de escribir sonaba a commodity. Había que diferenciarse. ¿Si íbamos a charlar íntimamente –eso pretendía yo– por qué no empezar por una carta personal, manuscrita? Le conté quién era (como si le interesara), que trabajaba en Clarín, que me especializaba en entrevistas, que no podía prometerle sino un diálogo profundo para llegar a un público que lo admiraba y que él desconocía: el público de la Argentina. Fui al correo, pegué las estampillas, la puse en el buzón y unas tres semanas más tarde volví a llamar –operadora de Entel mediante, aún no había discado internacional directo– a la agente de prensa.

-Se va a dar, creo, me contestó sin emoción. ¿Cuándo dijo que iba a estar en Nueva York?

-Marzo.

-Llámeme unos días antes, haremos todo lo posible.

Nunca supe si la carta había llegado realmente a su destinatario o si ella se había conmovido por tanta precariedad. O si simplemente había sido mi día de suerte. Pero la aventura, de una manera o de otra, había comenzado.

En aquella época, a mis veintialgos, admiraba demasiado a Woody Allen. Alguna de sus películas prehistóricas, como “Bananas”, me parecían un hallazgo sobre esa necesidad heroica que muchos tenemos escondida y de los problemas de lost in traslation: perderse en lo que uno cree que sabe pero le es infinitamente ajeno. “Hannah y sus hermanas” me había sumergido en el fresco perfecto de las familias que parecen ideales hasta que lo subterráneo se devela.

Creo que en esa época todos éramos allenistas. Luego, demasiadas películas generaron algo de redundancia y todas las polémicas, reales o no, cayeron sobre sus hombros. Cuando uno es un periodista joven –o mejor dicho cuando yo era un periodista joven– siente que la grandeza de su cobertura va de la mano del nombre de quien tiene enfrente. Una entrevista con Allen era poderosa, más allá de lo que dijera, sólo por ser él. Curioso, quizás ese haya sido el punto de inflexión, el momento de darme cuenta de que la grandeza de una entrevista está dada por su emoción y contenido, por su información y su sorpresa, por mostrar algo desconocido que alerta. Y a veces una persona de a pie puede resultar más brillante que un inalcanzable. Pero hasta ese momento no lo sabía y yo era pura ilusión y expectativa.



Llegó marzo y aterricé por primera vez en Nueva York. La ciudad hacía honor a su leyenda pero, estoicamente, me instalé dos o tres días adentro del hotel repasando ideas y preguntas. Si algo me faltaba, algún compañero de la redacción me mandaba vía fax –reciente invención– artículos publicados para que no equivocara ninguna cita. Mi inglés se suponía decente pero tenía pavor de no entenderle por lo que fui con una traductora que cumplía el rol de acompañante terapéutica: “Si yo no entiendo, te miro y me traducís”. Esa era la consigna. Todo se completaba con dos grabadores -¿y si uno no andaba?– y un chequeo incesante del bar donde nos encontraríamos con el fotógrafo.

Llegó la mañana del día D. Mi ansiedad se calmó cuando en el café nos sonreímos los tres y, tipo armada Brancaleone, enfilamos al edificio de Park Avenue, cerca del Central Park que habíamos visto tantas veces en sus películas, y a metros de su propio departamento. Mi amiga, la agente de prensa, no estaba pero sí una mujer muy alta, zapatos chatos, rubia y algo gélida. Ella marcó el tono de lo que vendría: amable pero cero cercanía y marcando límites en forma tácita. O no tanto. Nos hizo pasar a una sala algo desangelada. Leo hoy la entrevista y en vez de usar esa palabra, escribí “sillones de pana marrón, estándares, sin lujo especial que junto a una alfombra verde, configuran una habitación media americana”. Creo que lo que me impactó no era el ambiente poco show bizz sino la falta de creatividad. Woody merecía más.

Nos sentamos y el fotógrafo empezó a desplegar el trípode. A los minutos nomás, llegó él. Flaquito, algo desgarbado y –así lo hubiera dicho mi madre– no vestido para la ocasión ya que los codos de su sweater estaban entre gastados y con algún agujero. Su asistente nos informó que teníamos una hora y cumplió con precisión suiza: a los sesenta minutos entró a la sala para decir que ya estábamos en tiempo.

Saludé a Woody, prendí mis dos grabadores y antes de que empezara la charla la secretaria le sirvió café a él –tomó dos, muy livianos y comió un muffin–. A nosotros, ni un vaso de agua. No íbamos en busca de eso, claro, pero siempre lo tomé como una incapacidad de Allen y de su equipo para ver –en todo sentido– que el otro también existe.

Me asombra un símbolo de cómo la globalización nos ha afectado en estos años. Releo la nota publicada y algo parece fuera de lugar: elegí explicar qué era un muffin. Acá eran desconocidos y parecía necesaria la aclaración. Pasó agua bajo el puente. Hoy, contrariamente, la clásica palabra budín da la impresión de oler a naftalina y todos tenemos un muffin en la manga.

Volvamos a Allen. Comenzamos a hablar de sus películas: le pregunté si él se tenía esa desconfianza con las mujeres que muestran sus tramas (aunque en la realidad ha tenido muchas parejas, y bellas). Me rebatió, dijo que esa imagen correspondía a sus primeros filmes, que ya no.

Yo no estaba de acuerdo, creo que se seguía mostrando como alguien superado por la situación amorosa pero, bueno, no había por qué pensar igual.

Pasaron 31 años y si uno realiza una lectura de época, destacan los desfases. El non plus ultra de fines de los 80 no pasaba por la identidad fluida en el sexo ni por el #MeToo ni por el poliamor. Era la decisión de algunas parejas de no compartir techo. Amor, pero cada uno en su casa. Woody cuenta en la entrevista que su relación con Mia Farrow incluía dos departamentos pero que en la práctica parecían vivir como “en una casa grande” porque él estaba en un costado del Central Park y Mia, en el otro. A diez minutos caminando. Y eso le permitía disfrutar lo más lindo de los chicos y evitar los momentos densos o aburridos. Era época de novedades: Woody y Mia acababan de tener a su único hijo biológico, Ronan, cuya paternidad ahora algunos ponen en duda y la adjudican a Frank Sinatra. Tres años antes habían adoptado a Dylan que, tiempo después, acusó a su padre de haberla molestado sexualmente aunque la Justicia nunca avaló los cargos.

En esa época yo aún no era padre pero las respuestas acerca de sus chicos no me convencieron. Las intuí un poco frías, como si uno tuviera hijos con beneficio de inventario. En algún momento, casi lo dice: “Mia hace todo el trabajo terrible, como los pañales”. Y cuando habla de la concepción de Ronan reitera que fue un accidente, que siempre se va a tener que disculpar ante su hijo por eso. ¿Valía la pena decirlo o hay cosas que es mejor callar? En ese momento lo atribuí a que él parecía un poco frío en sus relaciones. O a la cultura del divismo. O no sé bien a qué. Muchos años después, cuando Woody formó pareja con Soon-Yi, la hija de su esposa, y se destapó toda la guerra entre Mia y él, entendí que seguramente habían tenido razones más complicadas para vivir separados. Esa familia, si lo fue, debe haber sido un infierno. Curiosamente, Woody me dijo: “Soy tranquilo, mi familia es tranquila”. ¿Percepción errada?

La entrevista se realizó cuando se acababa de estrenar la película “Septiembre”, uno de sus filmes menos taquilleros –filmado sólo en interiores– que refleja los problemas emocionales de Lane (Mia Farrow). En el argumento, ella había tenido un intento de suicidio y cargaba sobre sus espaldas el haber disparado al amante maltratador de su madre mucho tiempo antes. Relaciones complejas, disfuncionales que podían o no reflejar el clima que Woody vivía a nivel pareja y que tres años después derivó en el ya largo, aunque algo extraño, matrimonio de Allen con la hija de Mia.

Debo reconocer que Woody respondió todas mis preguntas. La entrevista fue larga y si bien el clima no sobresalió por su amenidad o calidez, sí resultó muy profesional. Nada para criticar, sólo que no hubo mucha química. Ingenuamente, yo pensaba que hablar de la Argentina iba a ser un punto de inflexión, quería contarle que en Buenos Aires él era ídolo y sus películas, un éxito. Preguntarle, también, cuándo vendría. Pero me frustré, amigos. Intuyo que no sabía dónde quedaba Buenos Aires –hoy lo puedo entender más, en esa época yo era algo chauvinista– y me dijo que no le gustaba mucho viajar a lugares donde hacía calor. Respondí rápido, pero algo confundido, que Buenos Aires en invierno no era cálido y que siempre estaba la Patagonia disponible para una eventual visita. No lo convencí.

Seguimos conversando hasta que la asistente nos dijo que habíamos cumplido la hora. Nos saludamos. Yo tenía un extraño ánimo, entre eufórico y decepcionado. Me había aluciando tener la entrevista pero no sabía si me había gustado esa entrevista. Al llegar a Buenos Aires, le entregué los casetes a Josefina Tapia, una traductora brillante que nos dejó muy joven, y cuando ella me pasó la desgrabación intuí que la conversación había sido mejor de lo que suponía. No era una cuestión de profundidad, sino de empatía.

¿Si hay algo que hoy me interesaría volver a preguntar? Woody remarcó que había películas suyas que le gustaban pero que aún no había filmado una grande, para la Historia, así, en mayúscula. ¿Cómo cuál? Mencionó, como un ejemplo de esos filmes que siempre se van a recordar, “El séptimo sello”, de Ingmar Bergman, que incluye elementos fantásticos y se desarrolla durante la epidemia de peste negra en la Europa medieval. Hoy me gustaría tenerlo a Woody enfrente por unos pocos minutos para saber si siente, a sus 83 años, que ha logrado esa enorme película o si aún, incansablemente, la sigue buscando.


Fuente: www.clarin.com