Por Pablo Calvo
Woody Allen pensó que yo iba a matarlo. Me rozó con el estuche de su clarinete en la barra del Hotel Carlyle y se sentó a un metro, en la silla que sólo él tiene permitido usar. El lugar había quedado en penumbras, porque su concierto de jazz estaba a punto de comenzar.
Justo en ese momento, una mujer, asomada por encima de mi hombro, intentó sacarle una foto, algo prohibido por los códigos del lugar, custodio de los secretos que allí dejaron Marilyn Monroe, Truman Capote, la princesa Diana, Michael Jackson y el ex presidente John Fitzgerald Kennedy.
Para colmo, la cámara era vieja, parecía salida de la pantalla de una película de los años dorados de Nueva York. Por eso, cuando la mujer disparó, el flash se tomó su tiempo y en vez de soltar ese polvo de estrellas que ilumina los rostros, formó un haz de luz que acuchilló la oscuridad, con tanta mala suerte que el punto rojo de su mira fue a parar al medio de la frente de Woody.
Parecía una película: Allen levantó la vista, me miró con odio y no me dio tiempo a explicarle que yo era un extra en la escena.
Se armó un revuelo infernal. Woody Allen pedía auxilio al pianista de su banda, la cholula gritaba en francés, Marilyns sin lunares encendían sus miradas felinas, un empresario brasileño sujetaba desesperado su tabla de quesos y el mozo, inalterable, completaba mi Cherry Brandy con una calidad impresionante, sin mirar la copa.
“Pensé que me mataba”, le dijo Woody al pianista, ya acostumbrado a sus divagues. Y a las escenas que fantasean los que van a escucharlos los lunes.
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