POR PAULA LÓPEZ MONTERO
Annie Hall (1977) es mucho más que una comedia. Al igual que Allen es mucho más que un cómico. Lo interesante de las dos reacciones que surgen tras ver cualquiera de sus películas es analizarlas: una tacha de humor aburrido, intelectual, personajes banales, desquiciantes y repetitivos; y la otra que vanagloria eso mismo desde el lado del cine de autor, de la teoría artística cinematográfica, y del saber mirar por encima de la representación. Al igual que siempre hay dos tipos de espectadores: los que se quedan en la estética de la representación y los que salen del cine reflexionando y viajan mucho más allá de la sala palomitera (quizá de estos últimos alguno peque de ir demasiado lejos y acabar diciendo cosas que ni por asomo estaban en el pensamiento del cineasta, que al fin y al cabo es donde empieza y acaba la obra cinematográfica). El buen crítico desenreda el discurso, lo analiza, lo ensalza, pero nunca (o al menos no debería) se pone por encima del cineasta en sí. Muchos pecan de ello, y como ya dijo Eco “en cada coito crítico no hacen el amor sino consigo mismos”.
A veces es una tarea difícil el hacer frente a estos grandes cineastas que ensanchan el listón del cine de autor, porque como siempre, suelen tener un universo único, un mapa por el que desenvolverse a la suerte de la narración y que dejan una pequeña leyenda por la que seguir el camino en la retina más adecuado. Quizá el más grande de todos ellos en ésta mirada dirigida sea Hitchcock. Pero no hay sólo una forma de guiar a los espectadores con la imagen, si no también (y quizá sea lo más difícil, y para mi gusto entre en el cajón de los cineastas a medio camino entre la filosofía y el arte) con el guión y la reflexión.
Rescato Annie Hall, porque para mi gusto lejos de la más intelectual Manhattan(1979), la más dramática Match Point (2005), las más autorales La Rosa púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985) o Hannah y sus hermanas (Hannah and her Sisters, 1986), o bien el esencialismo turístico de su etapa europea; recoge y está en la intersección misma de comedia intelectual y reflexión artística.
Lo cierto es que a Woody Allen se le puede tener manía o mucho cariño, pero sólo se le puede comprender, quizá como a Godard o a Haneke, desde una posición mucho más cercana a los círculos artístico-intelectuales. Quizá lo genial sea esa reflexión inscrita en cada una de sus películas en las que mezcla y hace que dialoguen Alta cultura y Cultura popular. Siendo, para mi gusto, el más postestructuralista de los cineastas conocidos, el más consciente dentro de los postmodernos.
Heredero del nihilismo hipocondriaco que surge tras la muerte de Dios, y que no podría sino desenvolverse en una de las ciudades más vertiginosas, excesivas, rápidas como es Nueva York, Allen hace alarde de la comicidad con la que hay que devolver una parte de sentido al sinsentido serio del mundo tras las Guerras Mundiales. Sus influencias siempre (y presume de ellas) estuvieron arraigadas a la trayectoria de cineastas como Bergman, en el que se aprecia un profundo vacío existencial y una reflexión casi filosófica, pero ahí no acaban, unido a la mezcla de Freud, Nietzsche, Kafka, le aportan un caos reflexivo del que todo el mundo occidental está sumido, y que sólo él sabe ponerle impresión fotográfica y comicidad para aportar una nueva visión al mundo.
En estos apuntes rescaté el subtítulo “postestructuralismo” corriente que ya mencionaba en otro artículo titulado “Estéticas del reciclaje”, por ser el trasfondo intrínseco a Woody Allen y del que merece la pena sin duda hablar. El término (al que se adhieren grandes filósofos como Barthes, Derrida, Strauss, Foucault, Deleuze, Eco, Guatari, Baudrillard, Jameson o Lyotard) recoge con esa tendencia en la era de los “post”, un cuestionamiento de todas aquellas estructuras y jerarquías que habían organizado y dado sentido al mundo durante tantos años. La más importante quizá (y la que nos atañe) sea la deconstrucción misma del Lenguaje (que por cierto ya veíamos en Adiós al Lenguaje de Godard). Todo ese proceso de desmitificación donde el mismo lenguaje no es más que una comunión simbológica de la realidad que deviene en lo que se llama como “Muerte del autor”.
Para Barthes 1:
El autor es un personaje moderno producido indudablemente por nuestra sociedad, en la medida que ésta al salir de la Edad Media, y gracias al Empirismo Inglés, Racionalismo Francés y la fe personal de la Reforma, descubre el prestigio del individuo, o dicho de manera mas noble, de la persona humana.
Al principio de éstas líneas apuntábamos la difícil tarea de hoy en día de los críticos como autores, de los cineastas como artistas, de los artistas como críticos, de los autores como cineastas, etc. Vivimos en ese periodo de tiempo en el que todo el mundo es muchas cosas, y donde la pedantería hipster-moderna socaba en la superficialidad del discurso, en la estética vacía para ensalzarla. Hay que tener cuidado en distinguirlos y no dejarse llevar por el fervor del instante.
Si propongo a Woody Allen como autor postestructuralista es porque en gran medida hace alarde de esa “muerte del autor”, que no es más que otra etiqueta en la que encasillar una forma diferente de discurso. Todo en esta vida tiene un nombre, y si no no existe, pudo apuntar en su momento Nietzsche a su famosa frase. La desmitificación de la ilusión de la sala cinematográfica y el viaje inmóvil en La Rosa púrpura del Cairo, las continuas referencias a Bergman en sus obras, el reciclaje de teorías freudianas-nietzscheanas en sus discursos, las pantallas partidas, los personajes sobre personajes, la intersección entre realidad y ficción, las miradas a cámara, su propia presencia como actor-personaje-persona-director en sus films, el guión basado en una idea sacada de Crimen y Castigo (Dostoievski) de la forma que él sólo sabe hacer, los chistes como forma de liberar el subconsciente y comprender la vida… El ser consciente del eco de la realidad que se ha ido perdiendo en el siglo XXI, y que por ello sea ya tan difícil desligarse de todas esas histerias pero… ¿cómo no vamos a ser todos un poco hipocondriacos con tanto exceso de información? ¿Cómo no se nos va a ir la cabeza con tanto caos mundial a la espalda, con tanta guerra, con tanta teoría? Reciclar parece un ejercicio para sanar un mundo, en el que ya, es difícil volver atrás.
Puede que la marca Woody Allen y su cine de autor sea una forma de funcionar en la sociedad y en el discurso como diría Foucault, pero lo más importante es que Allen es consciente de ello, y a través de su visión particular de la vida (En Annie Hall apuntaba: “Así es como me parece la vida: llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza, y sin embargo se acaba demasiado deprisa”), y siendo humilde con eso de reconocer que su cine está influenciado por otros autores, me parece que hace alarde de un postestructuralismo del que ya casi no sabemos salir. Porque si, como dijo Derrida, hasta el lenguaje es un constructo, ¿qué nos queda nuestro? Un falso individualismo, o como Allen, un postestructuralismo sincero.
Roland Barthes: La muerte del autor (1967) En Barthes, Roland (1987): El susurro del lenguaje: Más allá de la palabra de la escritura. Editorial Paidos. Páginas 65- 72
Fuente: http://cinedivergente.com/ensayos/estudios/woody-allen-y-el-postestructuralismo