POR MARCO ANTONIO NÚÑEZ
Siendo muy ambiciosos podríamos afirmar que Woody Allen cambió a Freud por Marx hace ya algunas fechas. Las tradicionales inquietudes por el autoanálisis, el sentido de las relaciones interpersonales y su papel en la felicidad humana, los interrogantes vitales o sus incursiones de los 90 en el fracaso vital del artista, en el nuevo milenio, han virado hacia amables sainetes costumbristas donde resuenan ecos de una lucha de clases descafeinada.
A partir del universo amoral de Patricia Highsmith recreado en Match Point (2005), Allen abordaba el envilecimiento y la corrupción que aparejan las aspiraciones de prosperidad económica a cualquier precio. Tomando el testigo de Buñuel o Antonioni (por buscar dos referentes temáticos, no establecer similitudes artísticas), se aventura en el tedio, la vacuidad y el lujo de la alta burguesía. Se prodigan diálogos anodinos, clases de tenis a niñas de papá y visitas a joyerías o museos. El mundo de la belleza se degrada en mercadeo desde el momento en que valor y precio se confunden.
Su fin último, no obstante, no será explorar las contradicciones morales de una clase social que se libró de tales rémoras sobornando al último reducto de resistencia ilustrada. Allen prefiere en cambio mostrar los efectos colaterales que ejercen el brillo de los diamantes en los advenedizos y/o aspirantes. Análisis al que subyace un profundo conservadurismo toda vez que los condena por ansiar lo que otros poseen. Pero no condena la posesión en sí.
En Conocerás al hombre de tus sueños (You Will Meet a Tall Dark Stranger, 2010) o Medianoche en París (Midnight in Paris) (2011), explicitaba un conflicto burdo y maniqueo entre el hombres de letras emparejados con consumistas neuróticas, ávidas de lujos y fiestas en las que el deseo material era proporcional a su pobreza intelectual.
La crisis, concluye Allen, fue consecuencia de un gran fraude urdido por los especuladores financieros a mayor gloria de sus santas esposas y múltiples amantes, con el concurso de una complicidad unánime que se tradujo en la alegría con la que el ciudadano de pie solicitaba créditos para financiarse unas vacaciones en la Rivera Maya y jugar a sí a ser rico.
Por un momento, todos jugaron a ser Jasmine. ¿Cómo condenar una debilidad unánime?
Jasmine (Cate Blanchett) se muda a San Francisco con su hermana Ginger (Sally Hawkins) después de haber perdido toda su fortuna como resultado de las actividades delictivas de su marido Hal (Alec Baldwin). Sin embargo, lejos de aspirar a rehacer su vida con nuevos mimbres a partir del trabajo, escarmentada y con humildad, su objetivo será conseguir un nuevo marido que la devuelva a la jaula de oro.
Hal aparece convertido en el prototipo de especulador criminal que dilapida el dinero ajeno en inversiones temerarias y empresas fraudulentas. Jasmine fue la perfecta mujer florero que no quiso saber de los negocios del marido porque no convenía mientras duraba el cuento de hadas. ¿Les suena?
Si algo no ha perdido Allen es el oficio para estructurar bien una historia. Aunque desde el principio sabemos que su situación menesterosa es consecuencia de problemas con la justicia, desconocemos los detalles. La información será hábilmente dosificada hasta domiciliar la plena responsabilidad del infortunio en la propia Jasmine.
Ginger es el error de Allen. Su arrebato marxista y la tentación de fabular. Ginger fue ya víctima de Jasmine en el pasado. Los consejos de su hermana para que invirtiera un capital ganado a la lotería, le costó el matrimonio y, a la postre, seguir militando en la clase humilde. Ginger acepta que su situación social como fruto de la genética, nació para ser pobre. Ahora de nuevo Jasmine tratará de hacer a su hermana partícipe de las mismas altas aspiraciones que la animan, pero Ginger reparará en su error y lo subsana a tiempo. Ginger ha tomado buena nota.
La hermana obrera acaba feliz con su pareja obrera comiendo pizza en el sofá mientras ven la tele. Todo muy clase obrera. La forma grosera con la que Allen retrata a la clase trabajadora a partir de clichés (la jerga, los hábitos alimenticios o gustos televisivos), así como lo burdo de su discurso, hacen de su planteamiento dialéctico una broma de mal gusto que se vuelve contra él. Sugiere que el trabajador se conforme disfrutando del lujo por delegación. Sugiere aceptar. Poco revolucionarios estamos Woody.
Al final, Jasmine fracasa una vez más cuando parecía haber alcanzado su objetivo, y sucumbe al síndrome de Madame Bovary sola en un banco del parque y sin palomas que le arrullen la pena. Abdica de la realidad pedestre y se exilia en un delirio que mitiga la tristeza de no ser rica, y saca relumbres diamantinos a su vaso de vodka.
El filme transcurre en San Francisco, siendo Nueva York el escenario de los recuerdos en azul de Jasmine, su arcadia inalcanzable. Desde el 11-S Allen ha frecuentado poco Manhattan. No faltan los motivos financieros a su ausencia, pero tampoco podemos dejar de apuntar cierto desencanto hacia una ciudad que perdió en su perfil los ritmos de Gershwin. Incluso cuando regresa en Si la cosa funciona (2009) adopta el punto de vista del turista cretino que busca la foto.
Desde que Easton Ellis certificó la defunción de la moraleja en el contexto del mundo surgido del capitalismo financiero, las fábulas urbanas se contagian de un lúcido pesimismo. Jasmine somos todos los que desearíamos pasar el puente en un spa o comprar un BMW. Jasmine no ha aprendido nada de su desventura. Suscribiendo la filosofía del débil mental actual, podemos animarla a levantarse con citas de Bucay o Cohelo. A pescar un buen marido que la libere de la humillación de tener que trabajar de recepcionista y vivir en un apartamento. A completar su formación de perfecta esposa estudiando decoración. Y encomendarla a la suerte. Todo queda a su merced. La suerte, esa abstracción, justa por arbitraria, que no premia ni castiga, porque es ciega, libra al sujeto de toda responsabilidad en su destino. Si es propicia, tendré vacaciones en Roma, si no, otro verano sirviendo mesas.
Los objetivos permanecen inalterables, esos valores que expresan tan bien un adagio que todos entienden y suscriben, y recientemente encabezaba un anuncio publicitario, “¿y a quién no le gusta vivir bien?” Pues eso.
Todos somos Jamine con la mirada perdida en un banco de cualquier parque, rememorando la luna de miel en Egipto o enumerando las característica de la tablet, dialogando con nuestro propio vacío, planificando el verano o la lista de regalos navideños, rotos por la melancolía ante lo inalcanzable, el Ferrari de Ronaldo, la nueva casa de Messi, el collar de Angelina.