Buscando a Woody, un repaso al cine de Woody Allen
Por Rocío Rebollo Pérez
Lo reconozco, tengo una debilidad. Es escuchar la inconfundible música de los créditos iniciales de sus películas y experimentar esa sensación punzante en el pecho: la flecha del amor que te atraviesa como la primera vez. Siempre la misma sobriedad en la tipografía, blanca sobre fondo negro, unos créditos premeditadamente largos para hacer de la espera no un momento de tedio, sino un verdadero placer porque uno sabe que esos minutos, esos deliciosos minutos, provocan en el espectador la certeza de no ser sino el preludio de que algo bueno, inolvidable diría yo, va a suceder a continuación. Y entonces los créditos desvelan el misterio para los que aún no lo hubiesen adivinado: Escrita y dirigida por Woody Allen.
Woody Allen
Mi historia de amor con Woody Allen se remonta a comienzos de los 2000 cuando una tarde cualquiera pasé de ver Coyote Ugly repetidas veces en VHS a encender un DVD recientemente adquirido para ver Hannah and her sisters (1986) en V.O.S. Y entonces ocurrió. Woody (permitidme que le tutee) se convirtió en mi referente del buen cine, en una puerta de entrada hacia algunas de las mejores películas que la historia del cine nos ha dado a través de sus recurrentes referencias intertextuales, así como un acceso directo a otras cinematografías imprescindibles, como la sueca, gracias a su profunda admiración por Ingmar Bergman y a películas como Interiors(1978), que da comienzo a una serie de filmes que siguen la estela dramática bergmaniana y abandonan la comedia absurda de sus inicios.
Un cine reflexivo y singular
El cine de Allen es un reflexión sobre el cine en sí mismo desde una perspectiva de la problemática humana, en ocasiones abordada a través del humor más hilarante y en otras a través de diálogos que no sólo quedan en la memoria, sino que expresan una faceta del ser humano que otras cinematografías ocultan con el objetivo de no incomodar al espectador. Allen tiene la habilidad de llevar a cabo esta tarea de disección del alma humana que puede resultar ardua y difícil de digerir sin por ello evitar que de nuestra boca escapen, en los mejores casos, estruendosas carcajadas.
Mi debilidad por Woody Allen está estrechamente ligada a mi fascinación y profundo respeto por la singularidad de su cine. Y, por favor, si hay alguien en la sala que no reconozca una película de Woody Allen únicamente a través de sus créditos iniciales o tomando una escena de cualquiera de sus filmes al azar, que no se moleste siquiera en alzar la mano: abandone la sala de inmediato y permanezca en cuarentena hasta estar curado de su desconocimiento de este gran genio viendo más Woody Allen (empezando por Annie Hall (1977) y Manhattan (1979), si se me permite la recomendación).
Woody Allen y Diane Keaton en Annie Hall (1977)
Annie Hall supone un punto y aparte en su extensa filmografía, ya que se acerca al cine dramático que Allen siempre había admirado sin que por ello desaparezca la chispa que brilla en sus magníficas e hilarantes primeras comedias inspiradas en el humor absurdo de Chaplin, Buster Keaton, los Hermanos Marx o Harold Lloyd, tales como Take the money and run (1969) o Sleeper (1973). En 1979 se estrenó Manhattan, que recupera el tono de Annie Hall y logra convertirse por méritos propios (únicamente sus créditos iniciales son una verdadera obra de arte) en uno de los hitos cinematográficos de la historia.
Cartel de The purple rose of Cairo (1985)Las dos décadas que siguen al estreno de sus mayores obras de arte están protagonizadas por filmes que juegan al despiste entre el drama y la comedia. Películas inolvidables como The purple rose of Cairo (1985) o Hannah and her sisters hacen de los últimos años de la década de los 80 una nueva época dorada en la filmografía alleniana, que continúa produciendo películas de gran calidad hasta comienzos de los 2000 cuando, con el estreno de Anything else (2003) se presagia la tragedia: además del enorme error de casting que puso al frente del film a Jason Biggs, el cine de Woody Allen, con las excepciones de Melinda and Melinda(2004) y Match Point (2005) – aunque en este último caso tenga mis reservas –, se convierte en un cine insulso y que carece de la calidad propia de su artífice. El cine de Allen se caracteriza por ser un cine profundo y a la vez ligero, pero sobre todo por ser un cine capaz de mantener su sello de identidad inconfundible sin caer jamás en la repetición. Así que, a pesar de que los últimos 10 años de su carrera han sido un intento en vano por permanecer fiel a su estilo y ofrecernos la maravillosa cita anual a la que nos tenía acostumbrados, el cine de Woody Allen supera con creces en cuanto a guión y realización a gran parte de las películas que cada año se estrenan procedentes de los Estados Unidos.
Una visión particular del ser humano
La obra de Woody Allen esconde, especialmente a partir de Annie Hall, además de escenas cómicas inolvidables, una visión única del mundo actual, un retrato repleto de matices del hombre contemporáneo. Especialmente en la época de máximo esplendor de su genio artístico, el cine de Allen nos lleva sin ninguna clase de esfuerzo al análisis y la reflexión a través de su complejo relato de la sociedad del s. XX y comienzos del XXI, que alaba sus virtudes y condena sus defectos en clave cómica. Las relaciones interpersonales, el sexo, la cultura y la muerte se convierten en los temas fundamentales de sus películas.
Sin embargo, y aunque no puedo sino reconocer en Allen la visión de un verdadero genio de innegable talento e inagotables ideas, mi cita anual con Woody va ocupando cada año un lugar de menor importancia en mi agenda: su cine ya no me sorprende. Muy a pesar de sus ideas formidables, el cine de Allen es cada vez más predecible y ha perdido el brillo que se reflejaba en la mirada del espectador de películas como Manhattan. Seguro que hay quien difiere de mi visión, y bienvenidos serán en los comentarios, pero el Woody Allen del que yo me enamoré en mi adolescencia murió a comienzos del s. XXI. Con Anything else (2003), Allen dejó de ser Allen para convertirse en un tal Woody que hace películas anuales que a ratos hacen reír, pero que al abandonar la sala de cine se evaporan de la mente del espectador sin dejar huella alguna.
El Allen que enamora es el que deja imágenes grabadas en la retina. El de una bellísima Diane Keaton y un jovencísimo Woody Allen bebiendo vino en la terraza mientras sus subconscientes subtitulan a su insulsa conversación en Annie Hall, el de Manhattan y ese elogio romántico a la ciudad de Nueva York a medianoche de Isaac y Mary frente al puente de Brooklyn, o el de un Jeff Daniels saliendo de la pantalla al encuentro de su amada Mia Farrow en The purple rose of Cairo (1985). O incluso el disparatado del Woody Allen de Everything You Always Wanted to Know About Sex (But You Were Afraid to Ask) (1972) manteniendo una conversación de vida o muerte con un puñado de espermatozoides. Llamadme purista, pero ese es para mí el verdadero Woody Allen.
Fuente: extracine.com/2013/02/el-cine-de-woody-allen
Datos personales
- Julio Diz
- Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de El Revisionista, Series de antología, y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.
miércoles, 22 de agosto de 2018
Imagen de Woody.
Un poco más adelante, en la calle Milicias Nacionales, del centro de Oviedo, te topas con la escultura de Woody Allen, obra en bronce de Vicente Martínez-Santarúa Prendes, más conocido por Santarúa (Candás, 1936). De sobras es conocido el cariño que le tiene a la ciudad el famoso actor, guionista y director estadounidense, de la que dijo: "Oviedo es una ciudad deliciosa, exótica, bella, limpia, agradable, tranquila y peatonalizada; es como si no perteneciera a este mundo, como si no existiera… Oviedo es como un cuento de hadas", y en agradecimiento la ciudad le dedicó esta escultura. Santarúa es un escultor y pintor asturiano, que ha sabido plasmar perfectamente la esencia del actor. Por desgracia las gafas ya casi han desaparecido y habitualmente es objeto de vandalismo, pobre Woody.
Fuente: davidaldia.blogspot.com/2012/10/oviedo-bronceada.html
miércoles, 15 de agosto de 2018
miércoles, 8 de agosto de 2018
Todos somos Jasmine.
BLUE JASMINE
POR MARCO ANTONIO NÚÑEZ
Siendo muy ambiciosos podríamos afirmar que Woody Allen cambió a Freud por Marx hace ya algunas fechas. Las tradicionales inquietudes por el autoanálisis, el sentido de las relaciones interpersonales y su papel en la felicidad humana, los interrogantes vitales o sus incursiones de los 90 en el fracaso vital del artista, en el nuevo milenio, han virado hacia amables sainetes costumbristas donde resuenan ecos de una lucha de clases descafeinada.
A partir del universo amoral de Patricia Highsmith recreado en Match Point (2005), Allen abordaba el envilecimiento y la corrupción que aparejan las aspiraciones de prosperidad económica a cualquier precio. Tomando el testigo de Buñuel o Antonioni (por buscar dos referentes temáticos, no establecer similitudes artísticas), se aventura en el tedio, la vacuidad y el lujo de la alta burguesía. Se prodigan diálogos anodinos, clases de tenis a niñas de papá y visitas a joyerías o museos. El mundo de la belleza se degrada en mercadeo desde el momento en que valor y precio se confunden.
Su fin último, no obstante, no será explorar las contradicciones morales de una clase social que se libró de tales rémoras sobornando al último reducto de resistencia ilustrada. Allen prefiere en cambio mostrar los efectos colaterales que ejercen el brillo de los diamantes en los advenedizos y/o aspirantes. Análisis al que subyace un profundo conservadurismo toda vez que los condena por ansiar lo que otros poseen. Pero no condena la posesión en sí.
En Conocerás al hombre de tus sueños (You Will Meet a Tall Dark Stranger, 2010) o Medianoche en París (Midnight in Paris) (2011), explicitaba un conflicto burdo y maniqueo entre el hombres de letras emparejados con consumistas neuróticas, ávidas de lujos y fiestas en las que el deseo material era proporcional a su pobreza intelectual.
La crisis, concluye Allen, fue consecuencia de un gran fraude urdido por los especuladores financieros a mayor gloria de sus santas esposas y múltiples amantes, con el concurso de una complicidad unánime que se tradujo en la alegría con la que el ciudadano de pie solicitaba créditos para financiarse unas vacaciones en la Rivera Maya y jugar a sí a ser rico.
Por un momento, todos jugaron a ser Jasmine. ¿Cómo condenar una debilidad unánime?
Jasmine (Cate Blanchett) se muda a San Francisco con su hermana Ginger (Sally Hawkins) después de haber perdido toda su fortuna como resultado de las actividades delictivas de su marido Hal (Alec Baldwin). Sin embargo, lejos de aspirar a rehacer su vida con nuevos mimbres a partir del trabajo, escarmentada y con humildad, su objetivo será conseguir un nuevo marido que la devuelva a la jaula de oro.
Hal aparece convertido en el prototipo de especulador criminal que dilapida el dinero ajeno en inversiones temerarias y empresas fraudulentas. Jasmine fue la perfecta mujer florero que no quiso saber de los negocios del marido porque no convenía mientras duraba el cuento de hadas. ¿Les suena?
Si algo no ha perdido Allen es el oficio para estructurar bien una historia. Aunque desde el principio sabemos que su situación menesterosa es consecuencia de problemas con la justicia, desconocemos los detalles. La información será hábilmente dosificada hasta domiciliar la plena responsabilidad del infortunio en la propia Jasmine.
Ginger es el error de Allen. Su arrebato marxista y la tentación de fabular. Ginger fue ya víctima de Jasmine en el pasado. Los consejos de su hermana para que invirtiera un capital ganado a la lotería, le costó el matrimonio y, a la postre, seguir militando en la clase humilde. Ginger acepta que su situación social como fruto de la genética, nació para ser pobre. Ahora de nuevo Jasmine tratará de hacer a su hermana partícipe de las mismas altas aspiraciones que la animan, pero Ginger reparará en su error y lo subsana a tiempo. Ginger ha tomado buena nota.
La hermana obrera acaba feliz con su pareja obrera comiendo pizza en el sofá mientras ven la tele. Todo muy clase obrera. La forma grosera con la que Allen retrata a la clase trabajadora a partir de clichés (la jerga, los hábitos alimenticios o gustos televisivos), así como lo burdo de su discurso, hacen de su planteamiento dialéctico una broma de mal gusto que se vuelve contra él. Sugiere que el trabajador se conforme disfrutando del lujo por delegación. Sugiere aceptar. Poco revolucionarios estamos Woody.
Al final, Jasmine fracasa una vez más cuando parecía haber alcanzado su objetivo, y sucumbe al síndrome de Madame Bovary sola en un banco del parque y sin palomas que le arrullen la pena. Abdica de la realidad pedestre y se exilia en un delirio que mitiga la tristeza de no ser rica, y saca relumbres diamantinos a su vaso de vodka.
El filme transcurre en San Francisco, siendo Nueva York el escenario de los recuerdos en azul de Jasmine, su arcadia inalcanzable. Desde el 11-S Allen ha frecuentado poco Manhattan. No faltan los motivos financieros a su ausencia, pero tampoco podemos dejar de apuntar cierto desencanto hacia una ciudad que perdió en su perfil los ritmos de Gershwin. Incluso cuando regresa en Si la cosa funciona (2009) adopta el punto de vista del turista cretino que busca la foto.
Desde que Easton Ellis certificó la defunción de la moraleja en el contexto del mundo surgido del capitalismo financiero, las fábulas urbanas se contagian de un lúcido pesimismo. Jasmine somos todos los que desearíamos pasar el puente en un spa o comprar un BMW. Jasmine no ha aprendido nada de su desventura. Suscribiendo la filosofía del débil mental actual, podemos animarla a levantarse con citas de Bucay o Cohelo. A pescar un buen marido que la libere de la humillación de tener que trabajar de recepcionista y vivir en un apartamento. A completar su formación de perfecta esposa estudiando decoración. Y encomendarla a la suerte. Todo queda a su merced. La suerte, esa abstracción, justa por arbitraria, que no premia ni castiga, porque es ciega, libra al sujeto de toda responsabilidad en su destino. Si es propicia, tendré vacaciones en Roma, si no, otro verano sirviendo mesas.
Los objetivos permanecen inalterables, esos valores que expresan tan bien un adagio que todos entienden y suscriben, y recientemente encabezaba un anuncio publicitario, “¿y a quién no le gusta vivir bien?” Pues eso.
Todos somos Jamine con la mirada perdida en un banco de cualquier parque, rememorando la luna de miel en Egipto o enumerando las característica de la tablet, dialogando con nuestro propio vacío, planificando el verano o la lista de regalos navideños, rotos por la melancolía ante lo inalcanzable, el Ferrari de Ronaldo, la nueva casa de Messi, el collar de Angelina.
POR MARCO ANTONIO NÚÑEZ
Siendo muy ambiciosos podríamos afirmar que Woody Allen cambió a Freud por Marx hace ya algunas fechas. Las tradicionales inquietudes por el autoanálisis, el sentido de las relaciones interpersonales y su papel en la felicidad humana, los interrogantes vitales o sus incursiones de los 90 en el fracaso vital del artista, en el nuevo milenio, han virado hacia amables sainetes costumbristas donde resuenan ecos de una lucha de clases descafeinada.
A partir del universo amoral de Patricia Highsmith recreado en Match Point (2005), Allen abordaba el envilecimiento y la corrupción que aparejan las aspiraciones de prosperidad económica a cualquier precio. Tomando el testigo de Buñuel o Antonioni (por buscar dos referentes temáticos, no establecer similitudes artísticas), se aventura en el tedio, la vacuidad y el lujo de la alta burguesía. Se prodigan diálogos anodinos, clases de tenis a niñas de papá y visitas a joyerías o museos. El mundo de la belleza se degrada en mercadeo desde el momento en que valor y precio se confunden.
Su fin último, no obstante, no será explorar las contradicciones morales de una clase social que se libró de tales rémoras sobornando al último reducto de resistencia ilustrada. Allen prefiere en cambio mostrar los efectos colaterales que ejercen el brillo de los diamantes en los advenedizos y/o aspirantes. Análisis al que subyace un profundo conservadurismo toda vez que los condena por ansiar lo que otros poseen. Pero no condena la posesión en sí.
En Conocerás al hombre de tus sueños (You Will Meet a Tall Dark Stranger, 2010) o Medianoche en París (Midnight in Paris) (2011), explicitaba un conflicto burdo y maniqueo entre el hombres de letras emparejados con consumistas neuróticas, ávidas de lujos y fiestas en las que el deseo material era proporcional a su pobreza intelectual.
La crisis, concluye Allen, fue consecuencia de un gran fraude urdido por los especuladores financieros a mayor gloria de sus santas esposas y múltiples amantes, con el concurso de una complicidad unánime que se tradujo en la alegría con la que el ciudadano de pie solicitaba créditos para financiarse unas vacaciones en la Rivera Maya y jugar a sí a ser rico.
Por un momento, todos jugaron a ser Jasmine. ¿Cómo condenar una debilidad unánime?
Jasmine (Cate Blanchett) se muda a San Francisco con su hermana Ginger (Sally Hawkins) después de haber perdido toda su fortuna como resultado de las actividades delictivas de su marido Hal (Alec Baldwin). Sin embargo, lejos de aspirar a rehacer su vida con nuevos mimbres a partir del trabajo, escarmentada y con humildad, su objetivo será conseguir un nuevo marido que la devuelva a la jaula de oro.
Hal aparece convertido en el prototipo de especulador criminal que dilapida el dinero ajeno en inversiones temerarias y empresas fraudulentas. Jasmine fue la perfecta mujer florero que no quiso saber de los negocios del marido porque no convenía mientras duraba el cuento de hadas. ¿Les suena?
Si algo no ha perdido Allen es el oficio para estructurar bien una historia. Aunque desde el principio sabemos que su situación menesterosa es consecuencia de problemas con la justicia, desconocemos los detalles. La información será hábilmente dosificada hasta domiciliar la plena responsabilidad del infortunio en la propia Jasmine.
Ginger es el error de Allen. Su arrebato marxista y la tentación de fabular. Ginger fue ya víctima de Jasmine en el pasado. Los consejos de su hermana para que invirtiera un capital ganado a la lotería, le costó el matrimonio y, a la postre, seguir militando en la clase humilde. Ginger acepta que su situación social como fruto de la genética, nació para ser pobre. Ahora de nuevo Jasmine tratará de hacer a su hermana partícipe de las mismas altas aspiraciones que la animan, pero Ginger reparará en su error y lo subsana a tiempo. Ginger ha tomado buena nota.
La hermana obrera acaba feliz con su pareja obrera comiendo pizza en el sofá mientras ven la tele. Todo muy clase obrera. La forma grosera con la que Allen retrata a la clase trabajadora a partir de clichés (la jerga, los hábitos alimenticios o gustos televisivos), así como lo burdo de su discurso, hacen de su planteamiento dialéctico una broma de mal gusto que se vuelve contra él. Sugiere que el trabajador se conforme disfrutando del lujo por delegación. Sugiere aceptar. Poco revolucionarios estamos Woody.
Al final, Jasmine fracasa una vez más cuando parecía haber alcanzado su objetivo, y sucumbe al síndrome de Madame Bovary sola en un banco del parque y sin palomas que le arrullen la pena. Abdica de la realidad pedestre y se exilia en un delirio que mitiga la tristeza de no ser rica, y saca relumbres diamantinos a su vaso de vodka.
El filme transcurre en San Francisco, siendo Nueva York el escenario de los recuerdos en azul de Jasmine, su arcadia inalcanzable. Desde el 11-S Allen ha frecuentado poco Manhattan. No faltan los motivos financieros a su ausencia, pero tampoco podemos dejar de apuntar cierto desencanto hacia una ciudad que perdió en su perfil los ritmos de Gershwin. Incluso cuando regresa en Si la cosa funciona (2009) adopta el punto de vista del turista cretino que busca la foto.
Desde que Easton Ellis certificó la defunción de la moraleja en el contexto del mundo surgido del capitalismo financiero, las fábulas urbanas se contagian de un lúcido pesimismo. Jasmine somos todos los que desearíamos pasar el puente en un spa o comprar un BMW. Jasmine no ha aprendido nada de su desventura. Suscribiendo la filosofía del débil mental actual, podemos animarla a levantarse con citas de Bucay o Cohelo. A pescar un buen marido que la libere de la humillación de tener que trabajar de recepcionista y vivir en un apartamento. A completar su formación de perfecta esposa estudiando decoración. Y encomendarla a la suerte. Todo queda a su merced. La suerte, esa abstracción, justa por arbitraria, que no premia ni castiga, porque es ciega, libra al sujeto de toda responsabilidad en su destino. Si es propicia, tendré vacaciones en Roma, si no, otro verano sirviendo mesas.
Los objetivos permanecen inalterables, esos valores que expresan tan bien un adagio que todos entienden y suscriben, y recientemente encabezaba un anuncio publicitario, “¿y a quién no le gusta vivir bien?” Pues eso.
Todos somos Jamine con la mirada perdida en un banco de cualquier parque, rememorando la luna de miel en Egipto o enumerando las característica de la tablet, dialogando con nuestro propio vacío, planificando el verano o la lista de regalos navideños, rotos por la melancolía ante lo inalcanzable, el Ferrari de Ronaldo, la nueva casa de Messi, el collar de Angelina.
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