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Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de El Revisionista, Series de antología, y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.

miércoles, 27 de junio de 2018

Café Society: La agridulce victoria de la forma.

 POR YAGO PARIS





El debate sobre la puesta en escena en la última etapa del cine de Woody Allen parece infinito. Entrega tras entrega, siempre se colocan sobre la mesa los aciertos, y especialmente los fallos –más numerosos y notorios–, de su manera de rodar. Un estilo comandado por el descuido, las prisas y el caos en el rodaje, en el que resuelve el entuerto a la primera o a la segunda toma. Hablar de la puesta en escena en el cine de Woody Allen se ha convertido en un lugar común dentro de la crítica cinematográfica, que cada año es desempolvado para darle una nueva capa de reafirmación. Pues bien, esta crítica se zambullirá en dicho tópico, pero lo hará porque en esta nueva cinta, Café Society, no es un elemento pintoresco a señalar, sino la auténtica protagonista y la clave de lo bueno y lo malo de su último trabajo.


Del longevo realizador neoyorquino se destaca siempre cómo, con el paso de los años, ha descuidado la planificación en sus rodajes. Si bien su cine nunca ha destacado por una puesta en escena despampanante, parece irrebatible que hace tiempo, mucho tiempo –allá por los años noventa–, que está más centrado en el placer de rodar que en la elaboración de una cinta compleja. Tal planteamiento condenaría al estrépito a buena parte de sus compañeros de profesión, pero su lucidez para la narración en imágenes esquiva el fracaso, a pesar de que la calidad de sus películas se ha resentido. Con la llegada del nuevo siglo, y especialmente gracias a las bondades del cine digital, su filmografía ha sufrido una nueva transformación. Hacer cine es desde entonces más fácil que nunca, lo que ha aligerado más todavía sus sets de rodaje. A su vez, el cine digital también ha facilitado la obtención de una fotografía resultona, llamativa. Se podría decir, por tanto, que su puesta en escena ha mejorado, pues luce más, pero sería un error confundir una fotografía estética –esteticista, incluso– con una mayor elaboración en la planificación de encuadres, movimientos de actores en plano, duración de los mismos y demás elementos que conforman la puesta en escena. Lo cierto es que estas comodidades de rodaje han facilitado tanto la tarea, que Woody Allen se ha desinteresado más que nunca en tal oficio, por lo que en esta última etapa su puesta en escena es más deficiente que nunca.






Analizar su cine desde el purismo y la defensa a ultranza de las sagradas leyes de la realización cinematográfica llevaría a catalogar su última etapa como fallida, quizás no en su totalidad pero sí en innumerable cantidad de planos que componen cada una de sus obras. Sólo hace falta recordar algunos de los planos-contraplanos de su anterior cinta, Irrational man (2015), en los que el nivel de descuido a la hora de encuadrar a sus actores era tal, que provocaba que en algunos casos la mitad del encuadre quedara vacío, apareciera la nuca de uno de los intérpretes en el centro, y la cara de la otra persona escorada en una esquina del plano. Es decir, una serie de aberraciones intolerables desde el punto de vista del manual de realización. Defender las normas sin ponerlas en duda ni reformularlas no es el camino a seguir por este crítico, pero algo no funciona cuando lo que lleva a realizar semejantes planos no es la innovación sino la desidia. Sin haber demasiado que defender al respecto, también existen razones para apoyar dicho modelo de realización en su conjunto, pues sólo así, en un rodaje tan alocado, es cuando esos errores pueden ser compensados con auténticas genialidades que incluso se pergeñan sobre la marcha. Cuando hay libertad para crear, las ideas visuales compensan los errores del conjunto. Y es que hay pocas cosas más apasionantes para la crítica que una película imperfecta pero con ramalazos de ingenio, y de esas Woody Allen ha hecho muchas en los últimos años –incluso la habitualmente defenestrada A Roma con amor (To Rome with love, 2012) tiene más de una y más de dos ideas visuales virtuosas–.






Nada de esto es factible en Café Society; la última película de Allen cuenta entre sus filas con el mítico director de fotografía Vittorio Storaro –responsable de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), El conformista (Il conformista, Bernardo Bertolucci, 1970) o El pájaro de las plumas de cristal (L’uccello dalle piume di cristallo, Dario Argento, 1970), entre otras muchas–. El trabajo del italiano es despampanante, y esta obra no es una excepción. De repente, lo que hasta entonces en el cine de Woody Allen había sido un descuidado rodaje, pasa a ser una sucesión de planos de sublime factura técnica, inteligente manejo de los movimientos de cámara a través de los espacios y emotiva iluminación. Hasta entonces, el ritmo alocado del rodaje se traspasaba al fotograma, en el que se podía vivir esa sensación de rapidez, de ajetreo, de prisas; ahora, el ritmo se reduce y la cámara toma protagonismo, tanto por el tipo de encuadre como por su mayor movilidad. El gran angular, estético por naturaleza, es la lente dominante en este relato que tanta importancia le da a los espacios como elemento narrativo. La iluminación, llamativamente oscura en este caso, contrasta con la radiante luminosidad que hasta entonces llenaba el fotograma de las películas de Allen. La luz es melancolía, como agridulces son los sentimientos de los personajes fotografiados. El claroscuro domina, y la habitualmente soleada ciudad de Los Ángeles se convierte en un terreno del atardecer nostálgico en el que los sueños se difuminan entre el ajetreo de la frenética vida hollywoodiense y su superficial lujo asociado.






De repente, todo pasa a estar planificado, nada se deja al azar, nada se decide sobre la marcha. La puesta en escena es excelente y destaca muy por encima del relato, cuando lo habitual en este cineasta es que sea un acompañante de los guiones que este escribe, y esto es así hasta el punto de que uno se podría atrever a asegurar que se trata de la obra de este director en la que más importancia se le ha dado a la forma –cuanto menos, en la que esta más luce–. Esta sensación se sobredimensiona al pensar en los automatismos que rigen el libreto de esta cinta, en el que no hay una conversación especialmente destacable o un trazado de secuencias que merezca especial atención. A fin de cuentas, Café Society es, a su manera, la victoria de la forma sobre el fondo. Sin radicalismos, sin experimentación, sin salirse de los márgenes del cine canónico, pero una victoria sin paliativos.






Y para este crítico, formalista empedernido y defensor de la necesidad de indagar en el cine como lenguaje, como fin en sí mismo, y no como simple medio para la narración de historias, la mayor sorpresa está en descubrir que no termina de convencerle esta nueva propuesta del autor judío. Esto se debe a que, a base de tenerlo todo planificado, a base de darle tanta importancia a la puesta en escena, el virtuosismo de Storaro se merienda la inventiva de Allen. Es una victoria de la forma sobre el fondo, sí, pero también es la victoria de Storaro frente a Allen, hasta el punto de que casi podría decirse que Café Society es más una película del primero que del segundo. Y, cuando la idea es ver una película de Woody allen, esto se convierte en un problema. Sí, es cierto que no hay pega posible que ponerle al planteamiento formal, y que hay dos o tres momentos que resultan apasionantes, pero el resultado final es una ausencia de esas ideas visuales a las que Woody Allen nos tiene acostumbrado. Al no haber hueco para la improvisación, para la genialidad imprevista, el cruce de cables repentino que da lugar a la maravilla se convierte en cortocircuito, y la esencia que caracteriza al cine de Woody Allen se apaga como en un momento de la película lo hace la cara de Kristen Stewart, al contraluz de una vela en una noche de corte de electricidad.



Fuente: http://cinedivergente.com/criticas/largometrajes/cafe-society



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