“Zelig” transforma al cómico en un camaleón.

Y acaso
Zelig, en sus discretos ochenta y cuatro minutos de duración, signifique el
hallazgo salvador para anular tantos sobresaltos: mimetizarse de golpe con el
interlocutor hasta semejar un doble suyo. Interpretado por Woody Allen, Zelig
se vuelve gordo entre gordos, le nacen plumas cuando está entre indios, y al
pisar la ciudad de Chicago se torna oscuro, temible como un gangster del cine
negro… y luego negrísimo entre achocolatados músicos de una orquesta de Jazz.
La sociedad no tarda en consagrar a este camaleón como una celebridad, puesto
que es símbolo de todos. Como en otras películas de Woody, una mujer (la
psiquiatra Eudora Fletcher, que encarna Mía Farrow) es a la vez causa y oasis
de sus desdichas.
La película está ambientada en los años 20 e incluye una serie de documentales de la época y entrevistas a conocidos intelectuales contemporáneos, como Susan Sontag, Saúl Bellow, Bruno Bettleheim e Irving Nowe. Estos aportes actuales le otorgan a la historia una curiosa dosis de realidad, dentro de su disparatado esqueleto argumental.
“El cine es
un medio tan envolvente, técnica y financieramente –comentó W.A. luego del
estreno de Zelig- que uno tiende a echar toda la carne en el asador en las
primeras películas y eso fue lo que yo hice con la comicidad. Cuando empecé a
crear mi propia técnica y no tuve que preocuparme por subsistir, quise
expresarme de un modo más personal. Después del éxito de Annie Hall (Dos extraños
amantes) me sentí con fuerza suficiente para hacer Interiores y cuando
Manhattan triunfó, quise insistir con Stardust Memories (Recuerdos)”.
Woody Allen ya está trabajando nuevamente. Se trata de un film que habrá de titularse Broadway Danny Rose y que solo ha sido definida por él mismo como “una pequeña comedia humana en blanco y negro”. También Zelig prescinde del color y es evidente que –como los buenos fotógrafos- Allen ha comprendido que el viejo, nostalgioso blanco y negro otorga una atmósfera única, nunca accesible para la película cromática. Cuando deja de trabajar, este neoyorkino empedernido que jamás se permitió considerar a otra ciudad del mundo como medianamente habitable, continúa brindando sus conciertos de jazz en los más venerables “agujeros” de Manhattan. Quizás, otro lenguaje para seguir contando su vida.