“Zelig” transforma al cómico en un camaleón.
Woody Allen vuelve a saborear –sin
empalagarse, con ese otro mérito de su inteligencia- las mieles del éxito. La
crítica norteamericana puso por las nubes su última película, Zelig,
considerada como un nuevo pulimento (no puede hablarse de culminación en un
creador tan activo) de su estilo personalísimo. Woody, como siempre, asiste al
nuevo éxito con esa impasibilidad un tanto perpleja con que vive cada logro de
su carrera. Nunca pareció enrolado –y Zelig no es la excepción- en las
ansiedades de un mercado casi siempre cruel, que suele medir el talento en
cantidad de entradas vendidas. Este genio tímido y elusivo, cargado de
complejos e inseguridades, que encontró la mejor terapia en su cine (“hace 20
años que me analizo y no he mejorado demasiado. Es más, mi analista murió hace
cuatro años y yo ni siquiera me di cuenta”, ironizó hace poco) asume cada
rodaje con una perspectiva muy intimista. Su humor apunta a blancos de la
realidad contemporánea, pero tiene como víctima esencial al mismo Woody Allen.
En cualquiera de sus films –desde Robó, huyó y lo pescaron a Sueños de seductor
o Manhattan- el personaje central es, intrínsecamente, un perdedor nato que
camina angustiado por la cornisa procurando no caer… o caer de la manera menos ridícula posible.
Y acaso
Zelig, en sus discretos ochenta y cuatro minutos de duración, signifique el
hallazgo salvador para anular tantos sobresaltos: mimetizarse de golpe con el
interlocutor hasta semejar un doble suyo. Interpretado por Woody Allen, Zelig
se vuelve gordo entre gordos, le nacen plumas cuando está entre indios, y al
pisar la ciudad de Chicago se torna oscuro, temible como un gangster del cine
negro… y luego negrísimo entre achocolatados músicos de una orquesta de Jazz.
La sociedad no tarda en consagrar a este camaleón como una celebridad, puesto
que es símbolo de todos. Como en otras películas de Woody, una mujer (la
psiquiatra Eudora Fletcher, que encarna Mía Farrow) es a la vez causa y oasis
de sus desdichas.
La película está ambientada en los años 20 e incluye una serie de documentales de la época y entrevistas a conocidos intelectuales contemporáneos, como Susan Sontag, Saúl Bellow, Bruno Bettleheim e Irving Nowe. Estos aportes actuales le otorgan a la historia una curiosa dosis de realidad, dentro de su disparatado esqueleto argumental.
“El cine es
un medio tan envolvente, técnica y financieramente –comentó W.A. luego del
estreno de Zelig- que uno tiende a echar toda la carne en el asador en las
primeras películas y eso fue lo que yo hice con la comicidad. Cuando empecé a
crear mi propia técnica y no tuve que preocuparme por subsistir, quise
expresarme de un modo más personal. Después del éxito de Annie Hall (Dos extraños
amantes) me sentí con fuerza suficiente para hacer Interiores y cuando
Manhattan triunfó, quise insistir con Stardust Memories (Recuerdos)”.
Woody Allen ya está trabajando nuevamente. Se trata de un film que habrá de titularse Broadway Danny Rose y que solo ha sido definida por él mismo como “una pequeña comedia humana en blanco y negro”. También Zelig prescinde del color y es evidente que –como los buenos fotógrafos- Allen ha comprendido que el viejo, nostalgioso blanco y negro otorga una atmósfera única, nunca accesible para la película cromática. Cuando deja de trabajar, este neoyorkino empedernido que jamás se permitió considerar a otra ciudad del mundo como medianamente habitable, continúa brindando sus conciertos de jazz en los más venerables “agujeros” de Manhattan. Quizás, otro lenguaje para seguir contando su vida.