Cuenta Woody que fue raptado de pequeño: entré en el auto. Me llevaron con ellos y enviaron a mis padres una nota solicitando rescate. Pero el punto fuerte de mi padre no era la lectura. Aquella noche se metió en la cama con la carta en sus manos. Leyó la mitad, tras lo cual sintió sueño y se quedó dormido.
Entretanto a mi me llevaron a New Jersey atado y amordazado. Mis padres terminaron por comprender que yo había sido victima de un rapto y se pusieron de inmediato en acción. La nota decía que mi padre debía dejar mil dólares en un árbol hueco situado en Long Island. No tuvo mayores problemas en conseguir los mil dólares, pero enfermó de una hernia por cargar con el árbol hueco.
Para un comediante, erigirse un campeón de su propia causa entraña una faena temible.
Si uno es músico puede esconderse tras los timbales o las guitarras eléctricas; y hasta el boxeador puede esconderse, parte del tiempo al menos, haciendo fintas, esquivando y saltando. Y conviene no olvidar que hay tres hombres en el ring. El árbitro, a fin de cuentas, está ahí y puede detener el combate antes de que lo asesinen a uno.
Pero el comediante sale a luchar en solitario y sin contar con nada tras lo cual esconderse. Necesita aparentar frialdad y confianza. Por mucho que haya ensayado su papel y guarde en reserva infinidad de chistes buenísimos, sabe que en cualquier momento, cierta palabra mal dicha, una pausa equivocada o un mal movimiento de la mano pueden distraer a la audiencia y silenciar la risa, de modo que ha de aguantar a pie firme y hacer bromas con su propia vida o con aspectos imaginarios o exagerados de su vida privada y burlarse de las modas y las debilidades de los tiempos que le han tocado. Sabe donde están las carcajadas, o donde tendrían que estar. Cada vez que no resuenan siente deseos de morir. En una mala noche muere mil veces. Desea no haber nacido.
Es vulnerable. Hasta los cómicos más avanzados saben en todo momento que lo son, aunque es al principio de la actuación directa, Richard Pryor dice: "¡Espero ser gracioso!". La frase resume sus pensamientos con franqueza y laconismos perfectos. Se puede hablar en abundancia sobre nervios, incertidumbre y temor al público. Todo cabe en esa simple frase de tres palabras: Espero ser gracioso.
Entre los cómicos puramente verbales, Mort Sahl es uno de los más admirados por Woody. "Es un genio", afirma. "Es lo que Charlie Parker era al jazz. Posee una energía, una técnica y una convicción tales que si te encuentras con él en una habitación no puedes pensar en otra cosa". La carrera de muchos comediantes son a menudo cortas y hasta trágicas. La gente le dijo a Lenny Bruce que se había adelantado a sus tiempos y él se hizo drogadicto y terminó matándose como un kamikaze, como un mártir. Otros, de impulsos menos destructivos, se fueron de los clubes para hacer televisión que parece la tierra de los dólares fáciles y abundantes.
Pero la televisión es despiadada, quema y se muestra particularmente cruel con los cómicos. Es posible cantar la misma canción en diez espéctaculos diferentes; pero no lo es contar el mismo chiste. La televisión consume a los cómicos porque se apodera pronto del mejor material de que los cómicos disponen. El truco consiste en usarlo y no permitir que te use a tí. O bien dejar de ser un comediante para transformarse en estrella de la TV, que fue lo que hizo un pequeño grupo de inteligentes y afortunados animadores de los años cincuenta, transformados luego en anfitriones conversadores en espacios donde eran los demás quienes llevaban la responsabilidad mayor.
Resulta interesante constatar que los programas conversados ingleses y norteamericanos difieren porque son distintos los antecedentes de quienes los llevan. En el Reino Unido, personas como Michael Parkinson y Russell Harty son periodistas mientras que en los Estados Unidos los grandes de la tele-charla han sido hasta ahora casi siempre comediantes retirados, como Dick Cavett, Mery Griffin y el rey de todos ellos, Johnny Carson. Durante años éste comenzaba por un monólogo gracioso. Nunca faltaba el monólogo que abría el espacio cinco noches a la semana; pero luego se transformaba en intermediario, en intérprete, en personaje puente que compartía las luces del espectáculo con un grupo de invitados que él mismo acaudillaba y a quienes dejaba hablar sobre la última película, show, disco o libro que habían hecho.
El papel exige cierto grado de curiosidad que, sin ser del todo real, parezca serlo. El anfitrión ha de ser un actor versátil que ha de dejar caer algún toque de frivolidad mezclado con la exacta dosis de elegancia y de encanto casual que la circunstancia requiere. El asunto no es tan simple como, viendo a Carson, se podría pensar. Resulta claro que si Woody Allen se hubiese transformado en animador de esta clase nunca habría llegado a obtener el enorme éxito logrado por Carson, porque, simplemente, su aspecto es el de un animal completamente distinto.
Carson es confianza; Allen es ansiedad. Con su sano aspecto deportivo, el guapo de Johnny encarna a un tipo: el del hombre despreocupado, divertido, situado ante las puertas de la madurez. Un hombre de lengua de plata y plateados cabellos que juega fuerte y gana. Parece rodeado de un halo dinámico, atlético casi. A su lado Woody Allen parece un nervioso e impaciente dependiente de librería. Johnny parece un pintiparado ganador que goza de la vida, mientras que Woody es algo así como un renacuajo a quien se ignora, se ridiculiza y menosprecia. Pero hagamos a un lado la inútil especulación sobre cómo se habría desempeñado Woody en el papel de ingenioso entrevistador de la televisión ¿Cuál fue su labor cómica a mediados de la década del sesenta?
Quien coloca uno de sus discos hoy en día no sabe qué esperar de él. En la cubierta se ve una foto en la que parece ser muy joven. Por otra parte, el retoque le hace parecerse de alarmante manera a Elvis Costello, personaje que también usaba gafas y que fuera el enfant terrible de otra era.
El disco lleva sello Golden Hour y se intitula Golden Hour presenta a Woody Allen. El oyente lo considera con sospecha; aquello ha de ser precavido, débil anacrónico. Habrá sido cómico en 1964, piensa, o tedioso, o chistoso a medias y hasta muy gracioso , a veces. Pero lo que por entonces fue no lo será dieciséis años más tarde. Digámoslo enseguida: el oyente se equivoca en sus presupuestos.
El disco es brillante. Lleno de dinamita, revela a Woody como un maestro de la palabra hablada que apenas sabe de redundancias ni de frases blandengues. Se integra con anécdotas de la vida diaria narradas con una gracia tal que el oyente no puede contener las carcajadas. La charla de Woody es extraordinariamente ocurrente y sus mejores momentos rayan a gran altura. No deja de mostrarse hábil e inventivo y despliega una personalidad cómica tan poderosa y atractiva como la de un Ernie Bilko. En cuanto al guión, resiste el cotejo con los mejores del género que ha conocido la televisión en toda su historia. No es peor que los de Monty Python.
Como era de esperar, algunos de los chistes del disco están hoy un poco pasados; y algunas alusiones podrán resultar algo esotéricas para algunas personas: Woody cuenta cómo se divirtió con una rubia especialista en intercambio de parejas que llevaba tatuadas en el interior de uno de sus muslos las palabras ¡EL PAJARO VIVE! A menos que el oyente sepa algo de la vida de aquella leyenda del jazz que fue Charlie Parker, la referencia no dice nada. Parker era un ejecutante de saxo de excepcional virtuosismo y tal vez el solista más importante de toda la historia del jazz. Tan aguda era su inspiración que su música parecía precipitarse sobre las cosas, salir disparada y volar. Por eso se le llamó "El pájaro". Figura legendaria, fue reverenciado con fervor casi religioso y al morir de treinta y cuatro años (era drogadicto) comenzaron a verse pintadas en los corredores del metro neoyorquino que decían:¡EL PAJARO VIVE!. No todo el mundo conoce el hecho hoy en día, de modo que el chiste resulta en cierto modo elitista.
Por otra parte, esto podría no haber constituído una fantástica invención de Woody. Es probable que algunos fanáticos y fanáticas del jazz se hubiesen hecho tatuar esas palabras y hasta que algunas de ellas hayan elegido la parte interior del muslo para que allí constaran. Los apasionados del jazz han dado a menudo que hablar por sus excentricidades.
En general puede decirse que el disco resulta claro y comprensible. A veces explora zonas que más tarde se convertirían en familiares para los aficionados a los films de Woody: la vida de una familia judía, la universidad, el psicoanálisis, el amor, el sexo, el matrimonio, el divorcio. Le encanta contar sus años primeros en un vecindario peligroso, en el que no era nada fácil para alguien con un poco de sensibilidad dirigirse a sus clases de violín mientras los demás chicos se dedicaban a robar accesorios de automóviles aunque éstos estuvieran en marcha. En general estamos ante un humor del débil y desafortunado, humor que Woody ha adoptado para transformarlo en cosa propia. Nos cuenta que su padre era caddie en un golf en miniatura, que no tenía dinero alguno y que él y su esposa veían siempre el show de Ed Sullivan. Ambos, agrega, tenían un sistema de valores arraigado en "Dios... y el alfombrado". Sus aventuras de niño tienen casi siempre que ver con abusos a que fuera sometido y con los golpes que le propinaran varios condiscípulos y gamberros.
Al grabar el disco Allen era ya un culto, un paladín, un ocurrente joven, rápido de boca y dotado de un gran sentido del humor que se deslizaba con inteligencia en torno a sus temas y rozaba al hacerlo muchas bases, para decirlo en términos de baseball. Apareaba frases relativas al judaísmo y a la muerte para luego hacerlo a un lado en un par de líneas mordaces.
Empuñando con orgullo un reloj de bolsillo de oro comenta:
Mi abuelo me vendió este reloj en su lecho de muerte. Era un hombre extraordinariamente insignificante. Cuando le llevaron a enterrar, su auto fúnebre siguió a los demás automóviles.
Sus preocupaciones eran las de casi todos los jóvenes adultos de su generación. La vida de la ciudad y del colegio le dan oportunidad de ventilar los aspectos académicos e intelectuales de su humorismo. Se ríe de la falsa sofisticación y de las tontas pretensiones. Con rápida estocada esboza y destruye los engreídos círculos en los que un conjunto de niñas falsamente bohemias y no menos falsamente interesadas en el arte, con el rostro maquillado de oscuro, enfundadas en leotardos negros y con las orejas agujereadas a punzón, se sientan en círculo... ¡para escuchar discos de Marcel Marceau!
Fuí a la Universidad de Nueva York resuelto a seguir cursos de filosofía. Me inscribí en todos los que tenían que ver con la filosofía abstracta, con los de Verdad y Belleza, perfeccionamiento sobre Verdad y Belleza, Verdad Intermedia e Introducción a Dios y a la Muerte 101.
Pero me expulsaron cuando aún no había completado el prime año. Me descubrieron haciendo trampa en un examen de Metafísica: se me acusó de interrogar el alma del que se sentaba a mi lado.
Estaba enamorado en aquellos días, pero no pude casarme con mi primer amor porque por entonces corrían tremendos conflictos religiosos. Ella era atea y yo agnóstico, de modo que no pudimos llegar a un acuerdo sobre dentro de qué religión no íbamos a educar a nuestros hijos.
En los últimos años la droga había llegado a transformarse en un negocio colosal en los Estados Unidos; se había creado una cultura dentro de la cultura. Y puesto que los estupefacientes se constituían en preminente rasgo de la vida americana, Woody se ocupó del tema, reservándole sus censuras. No estaba de acuerdo con su uso. A decir verdad, su toma de posición contra la droga es uno de los temas más persistentes y fáciles de identificar. Que Cheech and Chong y High Times y los Rolling Stones canten loas a la cultura de la droga, dice; yo creo que el asunto ya no puede tomarse en broma.
Pero en el año sesenta y cuatro, la droga no parecía ser más que otro capricho pasajero; un pasatiempo de moda, como aquello de hacer girar aros con el cuerpo o usar sombreros a lo David Crockett. A nadie se le ocurrió que la "love generation" (generación del amor) de los hippies transformaría a la distribución y venta de drogas ilegales en negocio infernal al que irían a parar miles de millones de dólares.
Al comenzar Woody a trabajar en los clubes nocturnos volvió a encontrar gente que conociera siendo más jóven. Nos cuenta que en cierta ocasión dió con un ex compañero de colegio que, para su sorpresa, había cambiado mucho: de chico que prometía triunfar se había transformado en un marchito esclavo del porro. "Ahora vive en el Village con una chica que conozco de las clases de administración de empresas y que también se droga. Me dice que van a casarse, de modo que me pregunto qué podría regalarles, porque no es fácil obsequiar algo a un par de aporreados que lo tienen todo. Pensé que a fin de cuentas; un juego de cubiertos sería lo más adecuado: un juego de cubiertos pero compuesto sólo de cucharillas".
Actualmente Woody no quiere despachar con una frase ligera el problema de las drogas "duras" y mortales. La heroína nada tiene de gracioso.
Primero y sobre todo, Woody es un ser que bracea por mantener la cabeza por encima del agua de la vida contemporánea. Y, teniendo en cuenta que hablamos de alguien profundamente inmerso en la actualidad, se diría que encuentra la lucha excepcionalmente dura. El hoy no se muestra de acuerdo con Woody, como queda demostrado en su encuentro con un gamberro parecido al hombre de Neanderthal en el hall de un hotel.
Precisamente aquella mañana había aprendido a andar derecho. Vino hasta mí y se puso a zapatear sobre mi gaznate. Yo recurrí de inmediato al viejo truco de los indios navajos, es decir, al chillido y a la súplica. Por fin llegó media docena de guindillas. Tomaron cuenta del caso y se pusieron del lado de él.
Y otro caso, relativo a un nuevo secador de pelo:
Era el cumpleaños de mi mujer y por entonces teníamos por costumbre intercambiar toda clase de regalitos. Le compré, pues, en una tienda de antiguedades de la Tercena Avenida, una silla eléctrica. Le dije que se trataba de un secador de pelo. Hizo saltar la instalación eléctrica de la casa; pero ella cogió un bronceado...
Que cada uno adivine si además el aparato le secó el pelo. Como en amores siempre sale perdiendo, Woody no puede incurrir en adulterio. Lo malo es que para solicitar el divorcio las normas del estado de Nueva York lo requieren. Woody pide a una chica que le haga el favor de dejarle que cometa adulterio con ella, pero ella rehusa, diciéndole: ¡Ni aunque con ello contribuyera al programa espacial!. Por fin su mujer consiente y Woody sueña con su retorno a la dorada soltería. Se imagina su vuelta a la gloria de la vida antes del matrimonio y pasa revista a sus anhelos: sus travesuras con apasionadas secretarias en los bien regados guateques de la oficina y el colmo de los colmos: el pisito de soltero cubierto de azafatas de pared a pared donde se vive día y noche de juerga. Aunque ha quedado algo mohoso por obra de sus años de austero matrimonio, está convencido de ser "básicamente un reproductor".
Su locuacidad va sin esfuerzo de un tema a otro, aunque constantemente se regodea con el menosprecio de sí mismo:No sé si alguno de ustedes ha advertido que no llevo maquillaje de esos que te hacen parecer tostado por el sol. Soy así: pelirrojo y blanquillo de piel. No tomo el sol; sólo me froto un poco la cara.
Allen siempre habla al azar sobre los aspectos más personales de su carácter y experiencia. Ni al trabajar de cómico en el teatro ni como actor de cine ha necesitado recurrir a su suegra para hacer reír: Woody Allen cuenta con Woody Allen.
Se me hizo el psicoanálisis. Quería que lo supiérais. Psicoanálisis de grupo, porque por entonces yo era muy joven y no podía pagar consultas privadas. Se me nombró capitán del equipo de paranoicos latentes en un campeonato de balonmano para neuróticos. Jugábamos los domingos por las mañanas con el mismo programa: comeuñas contra mojacamas.
Gran parte de la magía de Woody Allen radica en su sutileza; en su capacidad para comprender la clase de auditorio que todos nosotros integramos o que quisiéramos integrar: somos listos y creemos serlo aún más. Por eso nos mostramos dispuestos a hacer algún sacrificio a cambio de la risa. En ciertas ocasiones Woody colabora permitiéndonos crear nuestra propia frase para completar la suya:
En la clase de teatro representamos la obra de Paddy Chayevsky
llamada "Gideon". Yo desempeñaba el papel de Dios. Uno de esos que te queman la imagen. Se empleaba como método el de vivir el personaje en la vida real durante las dos semanas anteriores al estreno; y durante ellas conseguí ser realmente divino. Fabuloso. Me puse un traje azul. Cogí taxis para ir de un lado a otro de Nueva York y concedí propinas importantes, que es lo que él habría hecho. Un tío rozó uno de nuestros guardabarros y le dije: "Creced y multiplicaos..." aunque no con esas palabras.
Allen no es tan solo el cómico más intelectual, sino también el más literario. Luego de reirse del jazz y de la filosofía era de esperar que redujese a basura el mundo de los libros. En un monólogo devastador se mofa de los más legendarios novelistas norteamericanos, aunque resulta evidente que no ataca tanto sus lecturas como las reputaciones y los mitos que rodean a sus libros.
He dicho antes que he estado en Europa. No es la primera vez que voy. Fuimos cierta vez con Ernest Hemingway, quien acababa de terminar su primera novela. Gertrude Stein y yo la leímos y le dijimos que se trataba de una buena novela, aunque no de primer orden; que necesitaba ser trabajada un poco más y que entonces tal vez llegara a convertirse en un buen libro. Reímos mucho y Hemingway me dió un puñetazo en la boca.
Recuerdo que Scott y Zelda Fitzgerald volvieron a casa una vez terminada la loca fiesta de año nuevo. Corría el mes de abril y Scott acababa de terminar "Grandes esperanzas".
Gertrude Stein y yo la leímos y le dijimos que se trataba de un buen libro, aunque no había necesidad de escribirlo, puesto que Charles Dickens ya lo había hecho. Reímos mucho y Hemingway me dió un puñetazo en la boca.
Aquel invierno fuimos a España. Queríamos ver lidiar a Manolete. Me pareció que tenía dieciocho años pero Gertrude dijo que no, que tenía diecinueve mientras que otras, uno de diecinueve sólo parece tener dieciocho. Así son las cosas cuando te topas con un buen español. Reímos mucho y Gertrude Stein me dió un puñetazo en la boca. Entonces vino la guerra. Hemingway se fue a Africa a escribir un libro y Gertrude Stein se fue a vivir con Alice Toklas. Yo me vine a Nueva York, a ver a mi traumatólogo.
El material de Woody no ha sido concebido como prosa escrita, sino como conversación. La palabra hablada parece mucho más clara y espontánea; más real. Contiene más matización y peculiaridad, en especial cuando Woody parece divagar, meterse en derivaciones, interrumpirse, agregar palabras como si quisiera borrar las primeras y volver ocasionalmente a una divertida línea cómica anterior. Su palabrerío suena libre e improvisado. Parece brotar al azar, como si le saliera así de la cabeza. Lo suyo es en definitiva el parloteo; pero se trata del más extraordinariamente "exacto" de los parloteos jamás proferidos por comediante alguno porque ha sido estructurado con gran ingenio, de modo tal que sus chistes puedan encadenarse con precisión, crecer, acumularse y explotar. Su charla está escrita con más cuidado que mucha de la prosa que por ahí corre. Por lo demás, Woody es un maestro en el arte de imprimir ritmo a la exposición y de enfatizar las frases realmente cómicas.
Ahora voy a contarles una historia de amor. Ocurrió antes de casarme, hace ya mucho tiempo, en Manhattanm, en City Center, hace ya muchos años. Yo estaba entre los espectadores de un espectáculo de ballet en el City Center. No soy en absoluto aficionado al ballet, pero aquel día ofrecían "La muerte del cisne" y corría el rumor de que algunos apostadores habían acudido a la ciudad para atender las cotizaciones. Según parece había mucha pasta a favor de que el cisne no iba a morir.
Y entonces miro hacia el palco y veo a una muchacha. Mi punto flojo son las mujeres. Siempre he pensado que un día me organizarán una fiesta de cumpleaños y que me regalarán una enorme tarta y que una gigantesca mujer desnuda saltará de su interior, me aporreará y se volverá a meter en la tarta de un brinco. Bueno, pues cuando ví a aquella mujer me trastorné. Era una hembra brillante; una hembra de Bennington, de esas que estudian en Bennington para ser enfermeras, cursos de cuatro años en los que se incluyen trabajos teóricos, como la creciente incidencia de la heterosexualidad entre los homosexuales.
En cualquier época, monólogos así son muy eficaces. Ya en 1964, Woody Allen era un artista consumado. Dejando los chistes que escribía, redactaba ahora pequeños cuentos que contenían ingeniosas seríes de gags relacionados entre sí. Uno de las más recordados es el del alce, pensado con infinita sagacidad.
Cierta vez le disparé a un alce, cuando cazaba al norte de Nueva York. Le disparé y luego lo até al parachoques de mi coche. De inmediato me dirigí a mi casa por la West Side Highway, sin reparar que la bala no había penetrado en el cuerpo del alce, sino que apenas le había rozado la cabeza, desvaneciéndole. Cuando atravesaba el Holland Tunnel, el alce volvió a la vida. Y yo conducía llevando un alce vivo en mi parachoques... y el alce emite señales... y resulta que existe una ley en Nueva York que te prohibe llevar alces vivos en los parachoques... los martes, los jueves y los sábados... y me entra un miedo horrible... Entonces lo recuerdo: unos amigos organizan un baile de disfraces, iré y llevaré al alce.
Allí lo soltaré, librándome de toda responsabilidad.
De modo que me dirigí a la casa donde se celebra la fiesta. Golpeé a la puerta, con el alce junto a mí, y el dueño de casa sale. Le digo "¡Hola! ¿Reconoce usted a los Salomón?". Entramos. El alce se confunde de maravilla con los demás invitados. Con decirles a ustedes que un tío procuró venderle un seguro de vida y se pasó en eso algo así como hora y media... Suenan las doce y empiezan a repartir premios a los mejores disfraces de la velada. El primero se le concede al matrimonio Berkowitz, que está vestido de alce.
El monólogo de Woody gana a esta altura rapidez. Excitado, con acento inquieto sigue contando:
¡Al alce le dan el segundo premio y se pone furioso! Entre él y los Berkowitz se entabla una batalla de cuernos en pleno salón de la casa. Se dan hasta quedar inconscientes. Me digo que esta es mi oportunidad. Salto hacia el alce, lo ato a mi parachoques y salgo disparado hacia el bosque. Pero... ¡me he equivocado y me llevo a los Berkowitz! De modo que conduzco con dos judíos en el parachoques... Y exista una ley en Nueva York... Martes, jueves y especialmente los sábados... A la mañana siguiente los Berkowitz se despierta en pleno bosque vestidos a la manera de los alces. Le disparan al señor Berkowitz, lo empajan y lo colocan en la sede del New York Athletic Club. Lo paradójico del asunto es que a ese club no puede entrar cualquiera. ¡Se reservan el derecho de admisión! (1)
(1) Alusión a la política de algunos clubes, que no permiten a judíos entre sus miembros.
Extraído de Woody Allen, biografía ilustrada, por Miles Palmer, Los libros de Plon, Barcelona, Septiembre 1981.