Datos personales
- Julio Diz
- Nació en la ciudad de Lanús, Buenos Aires, Argentina, el 27 de junio de 1956. Desde muy pequeño concurrió al cine, descubriendo a Walt Disney en el viejo Cine Monumental de la ciudad de Bernal. Ya de grande, Román Polanski y su film, “Cul de Sac” fueron los movilizadores hacia el cine de culto. En los años ’70, estudió cine en la EDAC, (Escuela de arte cinematográfico) de la ciudad de Avellaneda. En los ’80 cursó en CECINEMA, (Centro de estudios cinematográficos) dirigido por José Santiso, y asistió al Seminario Introducción al lenguaje cinematográfico, dictado por Simón Feldman. Incursionó en el Cine de Súper 8 y 16 MM. Asociado a UNCIPAR (Unión cineistas en paso reducido), fue cofundador del Biógrafo de la Alondra. Es editor de El Revisionista, Series de antología, y el presente blog. Actualmente trabaja en su primer libro, “Los tiempos del cine”.
sábado, 10 de febrero de 2018
Match Point.
Sus casi cincuenta films representan un cruce entre la época de gloria del cine independiente norteamericano y el sello introspectivo, personal, de un director que siempre, y por sobre todo, fue un escritor. Y, también, el estereotipo lúcido, sutil y neurótico del hombre urbano, hijo de una cultura signada por el psicoanálisis, el jazz y el europeísmo. Todo eso y mucho más encarna Woody Allen, el mismo que fue desnudando su mente y su sensibilidad en films inolvidables e imprescindibles como Annie Hall, Manhattan, Zelig, Crímenes y pecados o La rosa púrpura de El Cairo. En Woody, su biógrafo David Evanier cuenta la vida de Allen, reconstruye desde su niñez hasta los años de madurez, intenta descifrar algunos episodios oscuros de su relación con las mujeres y somete su cine a una revisión actual y necesaria.
Por Marcelo Figueras
Cuando un artista produce obra copiosa ocurre lo mismo que con una relación de larga data: tendemos a subestimarlas. Se tornan familiares en demasía; un paisaje que, por frecuentado, va invisibilizándose con el tiempo. Para ponerlo en términos que Woody suscribiría: dejan de correr el riesgo de integrar la Academia de Artistas Sobrevalorados, para caer en la órbita de los Menospreciados. ¿Cuántas veces hemos dicho durante estos años: Sus películas ya no son lo que eran, y hasta En realidad nunca fue tan grande?
En Woody, la biografía de David Evanier, el mismo Allen adopta este punto de vista: “Si uno mira lo que consiguieron los directores que de verdad han hecho cosas hermosas –Kurosawa, Bergman, Fellini, Buñuel, Truffaut...– y después mira lo que he hecho yo, está claro que no hablamos de lo mismo”. Ocurre que, al plantearlo así, lo que Woody hace es idealizar la obra de sus maestros tal como idealizó la Nueva York de Manhattan: también ellos filmaron mucho con suerte diversa, sin que uno recuerde más que sus obras maestras.
Las que Woody creó también acuden a la mente sin esfuerzo. Por mencionar sólo algunas: Annie Hall, Manhattan, Zelig, La rosa púrpura de El Cairo, Hannah y sus hermanas, Crímenes y pecados, Match Point. Su regularidad de reloj suizo –escribe y dirige una película por año, la que nos depara 2017 se llama Wonder Wheel– torna difícil separar la paja del trigo, pero a nadie escapa que entre la octava y la novena década de su vida produjo Midnight In Paris (2011) y Blue Jasmine (2013). Si algo probaron esos films fue que perseveraba en la búsqueda de siempre, exponiéndose a la incertidumbre que sólo cortejan los grandes artistas.
En cualquier caso, la difusión en Argentina del libro de Evanier concede una excusa para revisitar su obra. ¿Qué mejor que detenerse en tramos del paisaje que otrora contemplamos con liviandad turística, antes de que se lo lleve la Parca a la que elude hace cincuenta films –este diciembre cumplirá 82 años– y todos los artículos se conviertan en hagiografías?
ROBÓ, HUYÓ Y LO FILMARON
La obra fílmica de Woody Allen no forma parte de lo que acostumbramos llamar Hollywood –el mainstream de la industria del cine de los Estados Unidos– sino que ha sido concebida, más bien, en condiciones propias del cine independiente. Si algo aprendió Allen de sus incursiones iniciales en este rubro (películas como What’s New, Pussycat?, 1965, y Casino Royale, 1967), era que no había otra forma de proteger su trabajo que garantizarse ciertas condiciones de producción: la libertad de filmar lo que quisiese, con el cast que desease y conservando el corte final. A cambio, se manejó siempre con presupuestos acotados y entregó el film terminado en tiempo y forma. Desde el comienzo mismo –su debut como director, Robó, huyó y lo pescaron (1969)–, negoció como sólo negocia un artista: menos dinero a cambio de control absoluto. Algo que sólo Orson Welles había intentado antes, y con resultados no del todo felices.
El impulso no era nuevo. Woody ya había brillado como guionista y escritor cómico, hasta asumir que el material que le salía mejor era tan novedoso (en los incipientes 60, el escaparate del show business podía exhibir a algún iconoclasta como Lenny Bruce pero seguía atiborrado de antiguallas como Bob Hope) que nadie podía manejarlo mejor que él. Por eso se sometió a un proceso de aprendizaje que no podía ser sino doloroso, para un tímido proverbial: hacer stand up noche tras noche, durante un año entero, lidiando con gente que no callaba durante su actuación ni reía con sus chistes. Actuar no era un objetivo per se. Era, sí, la manera adecuada de presentar su material, protegiéndolo de lecturas equívocas.
Con sus films procedió del mismo modo. La intención original no era dirigir. Una vez que concluyó el guión de Robó, huyó y lo pescaron se lo ofreció a Jerry Lewis, llegando a tantear también a Arthur Penn. Como cosechó negativas, se trasladó a la silla del director creyendo que ese desplazamiento equivalía al mal menor. Su escritura era tan idiosincrática, que aun un cineasta novel la trataría con más tino que un profesional del ramo.
Esta forma de comportarse revela que, en esencia, se consideraba un escritor. Todo debía estar supeditado a colaborar con el texto. Incluso el montaje, según aprendió con la colaboración del fogueado Ralph Rosenblum. Sobre la mesa de edición tenía lugar la escritura final, un proceso que podía ser mucho más complejo que una corrección.
A fines de los 70 filmó un guión al que había bautizado Anhedonia, a partir de la condición de aquel que es clínicamente incapaz de disfrutar. Pero en la sala de montaje, escogiendo entre el metraje ya rodado, descubrió una película totalmente distinta que terminó llamándose Annie Hall. (El final que compila los mejores momentos de la relación entre Annie y Alvy, mientras Diane Keaton canta “Seems Like Old Times”, fue sugerencia de Rosenblum. Y la narración que cierra el film fue escrita y grabada dos horas antes de una exhibición ante el público: esa que cuenta del tipo que tiene un hermano loco, convencido de que es una gallina, pero se niega a internarlo porque “necesita los huevos”).
La profusión de films que escribió y dirigió es abrumadora, y empuja al espectador a quedarse tan sólo con aquellos títulos que disfrutó u odió. Pero vistas en sucesión cronológica, las películas de Woody trazan una curva de aprendizaje inapelable, con sus marchas y contramarchas y desvíos que parecen no conducir en ninguna dirección (films como Interiores o Septiembre, que llegó a filmar dos veces sin quedar satisfecho con ninguna versión) pero aun así representan jalones sin los cuales no habría llegado nunca a coronar sus picos. Si algo se tornó evidente a fines de los 80 mediante obras como Crímenes y pecados, era que Woody había aprendido a escribir con imágenes y edición además de frases ingeniosas o humorísticas; y que ya estaba en condiciones de crear –¡por fin!– un universo autosuficiente de profundidad novelística, que es lo mismo que, a su modo, habían hecho oportunamente Bergman y Fellini.
Puede que este énfasis en la obra cinematográfica como escritura explique más de lo que aparenta. Porque el cine en sí mismo tiende a estructurarse como una creación colectiva, mientras que la escritura es y será siempre un acto solitario. Que Woody haya capitalizado su éxito inicial para cobrarlo al contado en términos de independencia equivale, pues, a decir que armó el esquema de producción que necesitaba para seguir filmando películas como si escribiese novelas o relatos en la intimidad de su casa. En ese sentido cuadran las innumerables anécdotas de actores que dicen que Woody no los dirige y les habla apenas. Es que, en su cabeza, ya los ha dirigido cuando los escribió y escogió: todo lo que les demanda es que se presenten en el set y hagan la tarea predeterminada.
O el hecho de que, aun cuando ha trabajado con numerosos directores de fotografía –maestros como Gordon Willis, Sven Nykvist y Darius Khondji–, se pueda caer in medias res a cualquiera de sus películas y entender el vuelo que se trata de un film de Woody Allen. Porque una cosa es identificar a simple vista una peli de Wes Anderson o de David Fincher, que trabajan para que cada una de sus imágenes resulte indeleble. Pero aun cuando ha contratado a brillantes diseñadores de producción –gente como Stuart Wurtzel, Mel Bourne y Santo Loquasto–, la típica puesta de una secuencia de Woody comunica una desnudez que sólo cabe describir como su mirada única e intransferible. Se trata siempre del personaje, la circunstancia en que ha caído o labró para sí, y poco más. Da la sensación de que despoja la escena de casi todo lo que no le es esencial: si le quitase un último elemento –una cortina, un movimiento de cámara, una sombra– dejaría de ser un relato naturalista para entrar en terreno alegórico.
Estén ubicados en el pasado o en el futuro, en calles sin nombre o ciudades icónicas, sus films transcurren siempre en el espacio virtual de la subjetividad de Woody. Por eso hay algo de profundamente anacrónico en su obra, aun cuando ponga de fondo un callejón que su director de arte no alteró ni en un detalle: porque Woody mismo es un hombre anacrónico, que ha vivido siempre en un tiempo otro donde el rock y sus convulsiones nunca tuvieron lugar. (Y eso que al despuntar los 60 tenía apenas 25 años. Pero sigue vistiendo como si fuese feriado en el Brooklyn de los 50 y correspondiese el casual sport. Quizás se deba a que siente que su alma pertenece a otra época, como el personaje de Marion Cotillard en Midnight In Paris. Alguna vez ha dicho: “Siempre me ha dado rabia haber nacido demasiado tarde para la Nueva York de los 20 y los 30”.)
Cuando filmó Manhattan, esa tarjeta del Día de los Enamorados dirigida a su ciudad natal, la Nueva York que pintó allí no existía. Si alguien quiere saber a qué se parecía Nueva York a fines de los 70, más le vale ver Taxi Driver. Pero esa joyita que todavía es Manhattan ha sido tan bien articulada (tan bien escrita), que consiguió que desde el 79 en adelante ese paisaje idílico sea y siga siendo más poderoso que the real thing.
Y eso –al menos en mi libro– se llama arte.
WOODY, EL NEURÓTICO
Woody el personaje era un neurótico adorable. Apareció cuando penaba haciendo stand up, como parte de la experimentación del comediante que se sabía un work in progress. Ese bufón nervioso, titubeante y dado al autoboicot captó la atención del público, haciéndolo reír al fin... ¡a pesar de que la rutina que actuaba no había cambiado una sola línea!
De algún modo había estado incubándolo desde la adolescencia, cuando desdeñó su nombre original, más bien romántico y grandilocuente (Allan –como Dwan o Poe– Stewart –como la casa real inglesa– Konigsberg), a cambio de un seudónimo. Inspirado, cuándo no, por una chica: Nancy Kreisman, que nunca le dio bola y a la que nunca se animó a hablarle pero tenía un perro llamado... Woody.
La máscara le granjeó fama, dinero y un cierto poder. Pero el Allen que trasluce el grueso de su obra es una criatura más compleja. “Hay una diferencia entre el mago y sus trucos”, dijo el crítico John Lahr. “Nunca fue una víctima. No es bobo ni torpe. No busca caerle bien a nadie”, dice el biógrafo Evanier. Cualquiera que lo trate al menos un rato percibirá que no tartamudea ni vacila, que tiene muy claro lo que piensa y que detrás de su cortesía no hay una onza de debilidad. (Yo lo entrevisté hace años en Nueva York, para un disparatado especial de la TV argentina. Recuerdo haberle preguntado por qué Leonard Zelig, que se mimetizaba siempre con sus interlocutores, nunca se había transformado en una mujer. Replicó que le parecía una muy buena observación. Razón por la cual –¡Woody elogió mi pregunta, Woody elogió mi pregunta!– nunca registré qué me contestó a continuación. Díganme si el gag no parece sacado de una peli de Woody Allen.)
Muchas lecturas critican sus films, desde un punto de vista que los considera extensiones de una personalidad poco edificante. (En particular, desde que formó pareja con una hija adoptiva de su hasta entonces compañera). En efecto, los personajes de Woody pueden ser mezquinos, desleales, misóginos, lascivos y profundamente funcionales a un sistema que nunca cuestionan, porque siempre han sabido sacarle el jugo. (Alguien lo definió una vez, con perspicacia, como “una mascota inteligente pero inofensiva para la intelligentsia”). Si despojamos al universo Woody de sus ocasionales incursiones en el romanticismo y la fantasía, todo lo que nos queda es el salvajismo de Seinfeld.
Pero lo que uno demanda a una obra de cualquier género no es que sea edificante, ni que sus protagonistas sean parangones de virtud. Se espera, ante todo, que el artista cree una realidad alternativa que eche luz sobre algún rincón de la condición humana, con la mayor honestidad posible. ¿Alguien sabe a ciencia cierta si Bergman era buen tipo, si Fellini ocultaba una perversión, si Kurosawa tenía debilidades inconfesables? No vendría al caso, porque sólo atendemos a su obra. En el mismo sentido deberíamos considerar la obra de Allen, y no a Woody, como lo que es: una examinación de la humanidad a través del prisma –incompleto y sesgado, como todo prisma– de este artista particular, que ama formular preguntas difíciles mientras camina sobre el cable tendido entre la nada y la gracia. Por eso la forma que mejor le sienta es la tragicomedia. La rosa púrpura de El Cairo lo es de modo ejemplar: la forma en que Woody amalgama algo burbujeante y divertido pero también desolador, constituye –ni más ni menos– un prodigio narrativo.
Se dice que la capacidad de albergar contradicciones es un signo de inteligencia. De ser así Woody debe ser listo en grado superlativo, porque viene haciendo arte con ellas desde hace medio siglo: tanto a partir de sus grises personales como de las paradojas que empujan la existencia al cul de sac del absurdo. Una de las confusiones más frecuentes respecto de su cine pasa por el encanto que suelen tener sus protagonistas. Hay quienes le enrostran que es una forma de disimular sus defectos. Y como le ha puesto el cuerpo mil veces a sus protagonistas –ni Bergman ni Fellini actuaban en sus films, lo cual los eximía de este riesgo–, se suele identificar la máscara con su creador.
Pero Woody no es Tom Hanks ni Ricardo Darín, por mencionar dos actores a cuyos personajes les perdonamos todo en virtud de su encanto personal. Desde los inicios de su filmografía, el personaje prototípico que suele encarnar –“Woody” es a Allen como “Charlot” es a Chaplin– puede ser divertido en su miseria, tener un punto tierno y hasta adorable y pasarse de autoindulgente, pero siempre es un hatajo de defectos metidos en una centrifugadora que gira cada vez más rápido.
Tan consciente parece Allen de que la gente, en su confusión, le perdona a sus personajes hasta lo que no debería, que en más de una oportunidad ha exagerado sus defectos hasta lo demencial. El cineasta que encarna en Stardust Memories (1980) es repugnante con sus fans. El protagonista de Deconstructing Harry (1997), concebido en pleno escándalo durante su batalla legal con Mia Farrow, funciona como el paradigma del egoísmo del artista, reclamando para sí todos los defectos del mundo (desleal, insensible, mentiroso, mal padre, drogadicto, putañero), al punto de embarcarse en discusión con el mismísimo Satán para dirimir quién es más hijo de puta de los dos.
Ninguno de nosotros sabe, ni probablemente sabrá nunca, si Woody Allen es o no un hijo de puta. En consecuencia, sólo podemos vincularnos con él como artista. En tal guisa, su obra nos ha entretenido y divertido pero ante todo nos ha conmovido –y nos sigue conmoviendo–, porque creó espejos que han sido útiles para examinar nuestras vidas, con más honestidad de la que poseíamos antes de atrevernos a mirar.
EL SENTIDO DE LA VIDA
¿Qué dicen los films de Woody en el siglo XXI, qué podemos leer hoy en ellos?
Sin perder nunca su delicioso anacronismo, la obra de Woody es hija de su tiempo. Hablo de la época en que el cine americano, que había sido el rey del relato objetivo –no narraba interioridades, sino hechos que a lo sumo permitían inferir la existencia de una interioridad–, se entregó a la subjetividad extrema del cine de autor. (Es el tiempo del primer Scorsese, de Cassavetes, de Altman. Puede que Woody sea el más europeo de todos ellos.) Hablo de la época en que los cantantes abrieron paso a los cantautores, que ya no se limitaban a profesar amor sino que se examinaban a sí mismos y a su mundo. (Es el tiempo de Dylan, de Paul Simon, de la genial Joni Mitchell.) Hablo de la época en que el periodismo se permitió los caprichos de Tom Wolfe y de Hunter S. Thompson y la literatura habilitó a alguien tan descaradamente autorreferencial como Philip Roth.
En más de un sentido, la obra de Woody representa la prolongada mirada introspectiva de un artista; alguien que examina el punto de inserción entre la condición humana, de la que todos participamos, y la peculiar encarnación que le ha tocado en suerte. Para la mayoría de nosotros, bichos de ciudad psicoanalizados aunque más no sea ocasionalmente, la universalidad de Woody resulta evidente. Pero en los Estados Unidos, potencia mundial de mentalidad provinciana, Woody es un fenómeno marginal (cuando en su país se habla de cine se piensa en Marvel o en Michael Bay, no en Allen) que, para colmo, no encaja en bando alguno. No forma parte de minorías desprovistas de derechos, no es un redneck. Ha sido ateo y apolítico demasiado tiempo como para buscar el calor de una institución o de una ideología. (En Hannah y sus hermanas se atiborra de merchandising cristiano para ver si se le contagia la fe, una escena que aun sigue siendo hilarante.)
El protagonista típico de las películas de Woody es un individualista a ultranza, que no se siente representado por nadie ni pretende representar a nadie; el nativo de una isla que no consigue superar el pensamiento insular. La tragicomedia de ese hombre pequeño se lee en el big bang de dos experiencias infantiles. Según su madre Letty, el niño Allen Konigsberg había sido perfectamente feliz hasta que, a los cinco años, algo cambió en él, convirtiéndolo en una criatura amarga. En Annie Hall, Woody dramatiza esa transformación de esta manera: la madre de Alvy Singer –el personaje que Woody interpreta como adulto– lleva al muchachito al médico, en busca de cura para su depresión. Alvy niño dice entonces que se ha enterado de que el universo se expande constantemente y que algún día estallará. “¿Qué sentido tiene (todo)?”, se pregunta. Si uno analiza fríamente las implicancias de vivir en un universo finito donde no hay justicia, se torna difícil encontrarle valor a esfuerzo alguno.
Al mismo tiempo, Woody recuerda vívidamente su primera experiencia en el cine. (Lo llevaron a ver Blancanieves y los siete enanos). Cuando la función comenzó, saltó de su asiento y corrió hacia la pantalla, para tocarla.
Es verdad que somos una mota de polvo en el arrabal de un universo negro. Pero aun así, a pesar de que ni siquiera sabemos explicar por qué, la mayoría de nosotros tiende a correr hacia esas cosas de la vida que identifica con la luz: el amor, la decencia, la dignidad que confiere una vocación realizada. En este cosmos que, como bien sabía el pequeño Alvy Singer, se expande constantemente, esas son las únicas cosas que nos acercan, que todavía nos ligan.
Woody Allen ha dedicado su obra a crear luz a la que podemos arrimarnos. A veces esa luz quema y nos abrasa, en películas descarnadas –lúcidas– como Crímenes y pecados. Pero otras muchas se trata de una luz cálida, un puente de partículas que une la pantalla con nuestros corazones y a estos corazones con otros. ¿Quién no guarda en su alma una escena favorita de sus films? Yo creo que hoy, en este mundo entre cretino y despiadado de los Trump y los Macri, la frase que Tracy (Mariel Hemingway) le dice a Isaac David (Woody) al final de Manhattan resuena más necesaria que nunca: “Deberías tener un poco de fe en la gente”.
De ser preciso un juzgamiento moral a su obra, yo lo anclaría aquí: aun a sabiendas de las bajezas de que somos capaces, Woody apuesta como puede –a veces bien, otras torpemente– a la mejor versión de nosotros mismos. Y la mejor versión de Woody está, sin duda alguna, en su cine. Con todo el miedo que dice tenerle a la muerte, el tipo ha creado algunos de los mejores finales de la historia.
El chiste vodevilesco que cerró Annie Hall a último momento –aquel del hombre que creía ser gallina y del hermano que no quería encerrarlo– vuelve a venir a cuento. Woody lo utilizó para ilustrar la noción de que las relaciones humanas, y por añadidura el mundo todo, suelen ser demenciales; pero que a pesar del sonido y de la furia que acarrean, la mayoría de nosotros, como el hermano cuerdo, sigue necesitando de esos preciosos huevos.
A pesar de sus imperfecciones, la mayoría de nosotros sigue y seguirá necesitando del cine de Woody Allen.
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/57682-match-point
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